La
relación entre arte y realidad es un tema tan viejo como la historia de
la propia humanidad. No debe extrañar, por tanto, que el séptimo arte
también lo tenga como una de sus preocupaciones más importantes. Incluso
para aquellos "productos", como a ellos mismos les gusta llamar sus
películas, de los grandes estudios norteamericanos. Los hacedores de las
"películas buenas, buenas" según el nefasto anuncio. Español es, quizás,
el mayor investigador de esta cuestión, Basilio Martín Patino, que no
sólo juega con el argumento sino que, también, se atreve con el uso de
las ilimitadas posibilidades que, en la actualidad, proporciona la
tecnología. Recientemente nos ha llegado a las pantallas, Vete a
saber, película francesa del veterano realizador Jacques Rivette.
Rivette, nombre que quizás hoy sólo
sea conocido por los muy aficionados al cine, o usuarios de
enciclopedias, es un joven de setenta y cuatro años cumplidos que forma
parte de esa generación de cineastas que es conocida como la "Nouvelle
Vague". Etiqueta bajo la que también se refugian directores tan diversos
como Claude Chabrol, Jean-Luc Godard o el fallecido François Truffaut.
Todos ellos interesados por recorrer nuevos caminos tanto en la estética
como en el mensaje cinematográfico. Quizás el menos reconocible sea
Jacques Rivette tanto por sus preocupaciones como por su popularidad
entre el público. Sus preocupaciones estaban más alejadas de las que los
espectadores demandaban en el convulso mundo de los años sesenta. Una de
ellas, que mantiene hoy, era la de las relaciones entre la ilusión y la
realidad, la verdad y la mentira. Para ello ha utilizado la el conflicto
entre las vidas de los actores y sus personajes. Lo hizo en 1961 en
Paris nous appartient y la continúa haciendo cuarenta años más tarde
en esta Vete a saber.
A pesar de su, en principio escasa
preocupación social, Rivette es uno de los más intransigentes defensores
de la libertad de creación. Hasta el punto de que su carrera profesional
ha sufrido las consecuencias de sus negativas a cercenar unas películas
que se salían de los cauces "normales" de la industria. Por ejemplo, en
cuanto a su duración. Así, a comienzos de los años setenta, realizó una
película de más de doce horas que pensó, en todo caso, subdividir en
ocho capítulos para emitir por televisión y que, finalmente, sólo fue
proyectada una vez, antes de que se comercializara una versión reducida
de más de cuatro horas. Como esta Vete a saber que dura ciento
cincuenta minutos.
Vida y realidad se entremezclan. Los
actores que representan unos papeles en el teatro, también lo hacen en
la vida real. La liberada protagonista no sabe actuar de igual forma con
su antiguo compañero. Mujer liberada, duda en la vida "real" hasta que
finalmente, como el director de la compañía, encuentra su original
perdido. No un inédito de Goldoni, sino su propia personalidad. Todo
ello dentro de una trama argumental muy elaborada, con ingredientes de
comedia y película policíaca. Los personajes hablan y hablan, lo que
puede producir una cierta inquietud en el espectador de hoy día que
parece tener tanto miedo a la palabra y al silencio. De ahí que surja de
forma inevitable la comparación con otro realizador tan inclasificable
como Rivette: Eric Rhomer.
No creo que sea casual que el marco de
la acción sea París. No sólo por ser el escenario habitual de las
películas de Rivette, sino por el carácter simbólico que tiene para el
séptimo arte. París para el cine es algo más que un decorado, más que la
relación de un paisaje urbano con un autor, como pueda ser el caso de
Nueva York con Woody Allen. Supone una simbiosis, tanto en la pantalla
como en el espectador, total. Pocos pasan por París sin ir al cine.
Pocas ciudades ofrecen continuamente repertorios de todas las épocas del
cinematógrafo. No es una filmoteca, no es un museo. Es la relación
completa entre el arte del siglo XX, de la revolución industrial, con la
ciudad que ha hecho de un artilugio de hierro, la torre Eiffel, su signo
más representativo. Por encima de la tumba de Napoleón, de la Sorbona,
del arco del Triunfo, del obelisco de la Concordia, del Panteón, del Jeu
de Pomme o del Trocadero. Ilusión y realidad, mentira y verdad, las
permanentes constantes de las películas de Rivette. Como lo son en las
ciudades, el elemento distintivo más destacado de los últimos doscientos
años de la historia de la humanidad.