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cine español no suele tener reflejos ágiles. Suele recorrer caminos
trillados, poco arriesgados o, en el mejor de los casos, falsamente
brillantes. Baste comprobar lo que digo, si miramos los trabajos de
algunas de sus "vacas sagradas", sin ánimo de ofender, llamadas
Almodóvar, Trueba o Garci. Por citar tres de pelaje distinto: un
"progre", un "comercial" y un "clásico". Malas copias de lo que
consideran el modelo a seguir, tanto en el aspecto estético como en el
comercial: la industria o el "indi" norteamericano. Además, suele ser un
mundo mezquino, que reconoce sólo a los difuntos; raquítico
industrialmente, que llora y vuelve a llorar a mamá-estado cuando le
quita la teta, y cainita como él solo.
Ante semejante panorama, uno suele disfrutar cuando
llega una película de un autor, sin demasiadas pretensiones, de momento,
que cree en lo que hace, o al menos eso parece, y que habla de lo que ve
a su alrededor. Cualidades todas lo suficientemente importantes que
hacen olvidar los defectos que pueden advertirse en su trabajo. Que, en
el caso de El traje, al tratarse de una comedia, no es menor, ya
que se trata de falta de ritmo. Pero aun así, la apuesta de uno de los
autores de El factor Peligrim es mucho más atractiva que la de
los directores citados en el párrafo anterior, por muchos oscars,
o precisamente por ellos, que reúnan.
La película de Alberto Rodríguez nos presenta el
problema de la marginación de la sociedad española. No es sólo el del
emigrante. Eso es ya algo pasado, la realidad es que hay ya el
suficiente número de ellos para que se puedan contar historias propias,
como miembros de la comunidad en la que viven. Baste mirar la prensa y
conocer que el aumento del valor de la fecundidad española se debe, en
parte, a que los nacimientos de madres emigrantes se han triplicado en
los últimos siete años. Entonces, no se trata ya de denunciar, analizar
o hacer consciente sólo los problemas del emigrante, sino también los
que sufre una vez asentado. Pero, además, El traje tiene la
virtud de relacionar la marginalidad de Patricio, arrojado de su casa
por los problemas policiales de un compañero de piso, con la de "Pan con
queso", genuino representante de la marginación social española que no
distingue de raza. No hay que olvidar que, cuando vieron peligrar sus
privilegios, las clases pudientes españolas y sus más conspicuos
representantes no dudaron en patrocinar un golpe de estado y, cuando
éste fracasó, un sangriento conflicto y una brutal represión que no
terminó sino con la muerte del dictador. Lo que vino después no ha sido
sino una mascarada democrática en la que sus intereses en ningún momento
se han visto en peligro. Basta con mirar los balances de las grandes
empresas y bancos y las "penurias" de viejos y nuevos terratenientes,
aristócratas y eclesiásticos.
Dos marginalidades que son una misma en esta sociedad
que no duda en emplear la fuerza con ella, como ocurre con nuestros
protagonistas en la resolución de la secuencia de la "premiere".
Personajes entrañables que consiguen la identificación del espectador,
condición ineludible para que cualquier comedia funcione. Para que sea
así, el mérito hay que atribuírselo a los actores Manuel Morón y Eugenio
Roca. Son sus físicos, sus voces, los que nos hacen creíbles a unos
personajes a los que quizás les falte una mayor definición, una mayor
profundidad dramática; que no sean tan planos que puedan inducir a la
confusión y a creer que "Pan con queso" es un subnormal y Patricio un
ingenuo.
Como ya he dicho, el planteamiento y la actuación de
los protagonistas salvan esta película que, sin ser ninguna gran cosa,
se eleva por encima de la mediocridad de un cine español cada vez más
auto-complaciente. ¿De qué? Esperemos que los próximos trabajos de este
director no sólo sigan marcando esa distancia, sino que gocen de mejor
distribución. El traje, al parecer, sólo ha sido proyectada en
Andalucía en salas de Sevilla. Para ser una película "andaluza", poco
parece.