Jordi Bellver Bayona
Y o también
creía que era un sentimiento, pero aquí entre estos muros, la he
comprendido y observado por primera vez. No es un sentimiento, es un
animal.
Un animal feroz, despiadado, salvaje y sanguinario.
Vas andando tranquilamente por el patio y te ataca. Tú a él no lo ves,
es mimético, se camufla en tus sentimientos, no perdona. Al principio
parece inofensivo. Un recuerdo, un amigo, un olor, ... Tú te acercas e
intentas tocarlo, se deja, es agradable, pero, sin darte cuenta, te
muerde, te araña, te destroza. Su veneno te paraliza, te desgarra, y de
repente -sin darte cuenta- te ves solo, desnudo, vulnerado, preso, muy
preso.
Preso físicamente, pero sobre todo de tus recuerdos,
de tus sentimientos, de tus amig@s, de ti, de tus viej@s, abuel@s, de
ella, de él. Te paras a mirar a tu alrededor, tragas saliva, sacas
pecho, intentas disimular una lagrima (bostezas), es inútil. Te ha
atacado, tus compañeros lo saben, pero no dicen nada. No se acercan
tampoco. Su veneno es contagioso. Solo algún intrépido se acerca,
intenta consolarte, no sabe cómo. Se siente atacado y se va.
¿Melancolía de qué?
Aquí vivimos, comemos (3 veces al día), tenemos una
ducha y un agujero donde cagar. Pero se añora, se añora mucho. Yo añoro
el olor, acá no huele nada a nada, ahí fuera todo tiene su olor
personal, hasta lo muerto, las cosas... Aquí comprendí que las cosas no
están muertas, por lo menos, mientras huelan. Fuera huelen las personas
y de una manera característica tus cosas, tus amig@s, tu casa, tu coche,
tu perro. Aquí sólo huele a sudor rancio, a hormigón, a condena.
Parece ser que, una vez ingresas en prisión, una de
las primeras fases es la despersonalización.
Te duchas y te crees limpio, después de varios días
en los calabozos. Pero, sin saberlo has perdido tu libertad, tu olor, tu
fragancia.
Quitándonos nuestro olor, nos capan la libertad. Esa
es nuestra condena, nuestro recuerdo, ansiamos la libertad de la calle
aunque sabemos que no es completa, y tú dirás: "¿Cómo es posible que la
libertad se pueda medir, se pueda partir?" Es difícil de explicar, pero
se puede partir. Porque yo estoy preso y se puede medir, no en kilos ni
en litros, sino en sonrisas, en sentimientos, y sobre todo, en
felicidad.
Aquí la felicidad no existe, nadie es feliz, ni
siquiera los carceleros, pobres idiotas, están muertos, como los presos,
porque la muerte verdadera es la falta de felicidad, y aquí la felicidad
no existe.
Es verdad, reímos, reímos porque somos humanos, son
risas alegres, pero no felices. Hay un abismo entre los dos términos, y
yo ese abismo lo llamo LIBERTAD, o también, cómo no, MELANCOLIA.
Noviembre de 2002
Cárcel de Picassent |
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Moncho Alpuente
E staban mejor
cazando, que es lo que más les gusta y lo que mejor saben hacer, sobre
todos Cascos, depredador de cartucho y anzuelo, pelo y pluma, escama o
cornamenta; Cascos dispara a todo lo que se mueve y engancha a todo lo que
sobrevive en las aguas. Fraga cazaba muy mal, lo dijo un pequeño gran
matador de hombres, que sabía de lo que se hablaba, cuando el ministro
sembró de perdigones el vicexcelentísimo culo de su hija unigénita. "El
que no sepa cazar que no venga", o algo así, dijo el caudillo y Fraga
aprendió a cazar y le tomó gusto al gatillo para seguir los pasos de su
líder excelso.
Cazar es un sustitutivo, un sucedáneo de la guerra, un
ejercicio menos arriesgado porque se practica sobre víctimas indefensas,
las piezas de caza mayor son el equivalente a la población civil desarmada
en las guerras modernas, los cazadores siempre juegan con ventaja, con
todas las ventajas. En las monterías, trabajan jaurías de perros y manadas
de hombres asalariados que conducen a las víctimas al matadero y las
colocan frente a las escopetas de unos cazadores a los que no les gusta
cazar, les gusta matar y lo harían incluso en una barraca de feria si les
ofrecieran blancos vivos.
Si Cascos hubiera seguido cazando, a lo mejor, la marea
hubiera pintado menos negra, pues cabe la posibilidad, en el caso de
Cascos siempre cabe esa posibilidad, de que alguien más sensato y
competente hubiera tomado las primeras decisiones. Si Fraga hubiera
seguido feliz comiendo perdices recién muertas en Aranjuez, no habría
cambiado nada, pues el vetusto presidente de la Xunta es poco más que un
fantoche al borde del retiro al que todavía sacan en procesión algunos
acólitos con cofradía de gaiteiros, y no porque piensen que todavía puede
hacer milagros, sino porque aún tiene en sus manos pontificales las llaves
de la sucesión.
El ministro de Medio Ambiente no mataba nada esos días
sino que paseaba meditabundo por el Parque de Doñana viendo cómo había
quedado el ecosistema después del desastre de hace unos años y de la
espantada de los escandinavos de Boliden, que, fieles a su tradición, se
hicieron los suecos.
Si el ministro de Medio Ambiente hubiese estado allí,
dando la cara en la costa de luto, hubiera pasado sin pena, sin gloria y
sin foto porque no le habrían reconocido ni los colegas gallegos de su
partido ni los informadores de sus telediarios, pero a lo mejor había
podido echar una mano con la pala y el rastrillo.
Tal vez la actitud más prudente haya sido la de Aznar:
"Llegué, vi, y me fui", antes de que se dieran cuenta de que había estado
allí. |