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Fotografía: Eduardo Rodríguez Ochoa

Melancolía

Matadores

Jordi Bellver Bayona

Yo también creía que era un sentimiento, pero aquí entre estos muros, la he comprendido y observado por primera vez. No es un sentimiento, es un animal.

Un animal feroz, despiadado, salvaje y sanguinario. Vas andando tranquilamente por el patio y te ataca. Tú a él no lo ves, es mimético, se camufla en tus sentimientos, no perdona. Al principio parece inofensivo. Un recuerdo, un amigo, un olor, ... Tú te acercas e intentas tocarlo, se deja, es agradable, pero, sin darte cuenta, te muerde, te araña, te destroza. Su veneno te paraliza, te desgarra, y de repente -sin darte cuenta- te ves solo, desnudo, vulnerado, preso, muy preso.

Preso físicamente, pero sobre todo de tus recuerdos, de tus sentimientos, de tus amig@s, de ti, de tus viej@s, abuel@s, de ella, de él. Te paras a mirar a tu alrededor, tragas saliva, sacas pecho, intentas disimular una lagrima (bostezas), es inútil. Te ha atacado, tus compañeros lo saben, pero no dicen nada. No se acercan tampoco. Su veneno es contagioso. Solo algún intrépido se acerca, intenta consolarte, no sabe cómo. Se siente atacado y se va.

¿Melancolía de qué?

Aquí vivimos, comemos (3 veces al día), tenemos una ducha y un agujero donde cagar. Pero se añora, se añora mucho. Yo añoro el olor, acá no huele nada a nada, ahí fuera todo tiene su olor personal, hasta lo muerto, las cosas... Aquí comprendí que las cosas no están muertas, por lo menos, mientras huelan. Fuera huelen las personas y de una manera característica tus cosas, tus amig@s, tu casa, tu coche, tu perro. Aquí sólo huele a sudor rancio, a hormigón, a condena.

Parece ser que, una vez ingresas en prisión, una de las primeras fases es la despersonalización.

Te duchas y te crees limpio, después de varios días en los calabozos. Pero, sin saberlo has perdido tu libertad, tu olor, tu fragancia.

Quitándonos nuestro olor, nos capan la libertad. Esa es nuestra condena, nuestro recuerdo, ansiamos la libertad de la calle aunque sabemos que no es completa, y tú dirás: "¿Cómo es posible que la libertad se pueda medir, se pueda partir?" Es difícil de explicar, pero se puede partir. Porque yo estoy preso y se puede medir, no en kilos ni en litros, sino en sonrisas, en sentimientos, y sobre todo, en felicidad.

Aquí la felicidad no existe, nadie es feliz, ni siquiera los carceleros, pobres idiotas, están muertos, como los presos, porque la muerte verdadera es la falta de felicidad, y aquí la felicidad no existe.

Es verdad, reímos, reímos porque somos humanos, son risas alegres, pero no felices. Hay un abismo entre los dos términos, y yo ese abismo lo llamo LIBERTAD, o también, cómo no, MELANCOLIA.

Noviembre de 2002

Cárcel de Picassent

Arriba lucha antifascista

Moncho Alpuente

Estaban mejor cazando, que es lo que más les gusta y lo que mejor saben hacer, sobre todos Cascos, depredador de cartucho y anzuelo, pelo y pluma, escama o cornamenta; Cascos dispara a todo lo que se mueve y engancha a todo lo que sobrevive en las aguas. Fraga cazaba muy mal, lo dijo un pequeño gran matador de hombres, que sabía de lo que se hablaba, cuando el ministro sembró de perdigones el vicexcelentísimo culo de su hija unigénita. "El que no sepa cazar que no venga", o algo así, dijo el caudillo y Fraga aprendió a cazar y le tomó gusto al gatillo para seguir los pasos de su líder excelso.

Cazar es un sustitutivo, un sucedáneo de la guerra, un ejercicio menos arriesgado porque se practica sobre víctimas indefensas, las piezas de caza mayor son el equivalente a la población civil desarmada en las guerras modernas, los cazadores siempre juegan con ventaja, con todas las ventajas. En las monterías, trabajan jaurías de perros y manadas de hombres asalariados que conducen a las víctimas al matadero y las colocan frente a las escopetas de unos cazadores a los que no les gusta cazar, les gusta matar y lo harían incluso en una barraca de feria si les ofrecieran blancos vivos.

Si Cascos hubiera seguido cazando, a lo mejor, la marea hubiera pintado menos negra, pues cabe la posibilidad, en el caso de Cascos siempre cabe esa posibilidad, de que alguien más sensato y competente hubiera tomado las primeras decisiones. Si Fraga hubiera seguido feliz comiendo perdices recién muertas en Aranjuez, no habría cambiado nada, pues el vetusto presidente de la Xunta es poco más que un fantoche al borde del retiro al que todavía sacan en procesión algunos acólitos con cofradía de gaiteiros, y no porque piensen que todavía puede hacer milagros, sino porque aún tiene en sus manos pontificales las llaves de la sucesión.

El ministro de Medio Ambiente no mataba nada esos días sino que paseaba meditabundo por el Parque de Doñana viendo cómo había quedado el ecosistema después del desastre de hace unos años y de la espantada de los escandinavos de Boliden, que, fieles a su tradición, se hicieron los suecos.

Si el ministro de Medio Ambiente hubiese estado allí, dando la cara en la costa de luto, hubiera pasado sin pena, sin gloria y sin foto porque no le habrían reconocido ni los colegas gallegos de su partido ni los informadores de sus telediarios, pero a lo mejor había podido echar una mano con la pala y el rastrillo.

Tal vez la actitud más prudente haya sido la de Aznar: "Llegué, vi, y me fui", antes de que se dieran cuenta de que había estado allí.

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