e vez en
cuando, por las tierras periféricas de este estado de las autonomías,
aparece una película no norteamericana en las carteleras de los
multicines situados en cualquiera de los cientos de centros
comerciales que las pueblan como nuevos templos de expiación del antes
ciudadano y, ahora, mero consumidor de productos. Porque, como
seguramente el inteligente lector de este periódico habrá observado,
hace tiempos que han pasado a la historia los cines como lugares de
proyección de películas, con sus pantallas grandes, incómodos gallineros
de bancos de madera y diligente acomodador que impedía con el haz de luz
de su linterna que la "fila de los mancos" se sobrepasara más de la
cuenta.
El séptimo arte ha dejado ser la
diversión preferida del día homónimo y, en la mayoría de los casos,
también actividad artística. Ahora es, casi, un producto más de los que
se ofrecen en esas basílicas del consumo en las que los fines de semana
familias enteras, pandillas de adolescentes, turistas despistados y
solitarios en busca de no sabe él mismo qué, acuden a disfrutar del
tiempo libre que hoy, todavía, disfrutan tras un siglo de primeros de
mayo. Aunque el concepto de ocio por el que luchaban Fisher y sus
compañeros, seguramente, no fuera el de este consumo desaforado de
porquerías miles.
Sin embargo, no deja de ser un
atractivo, para desplazarse hasta uno de ello, el de una película no
controlada por las grandes empresas productoras norteamericanas, o lo
que sean ahora en este mundo globalizado. Se trataba de Tanguy,
una producción francesa, dirigida por Etienne Chatiliez e interpretada
por unos actores que, seguramente, serán conocidos en la dulce Francia,
incluso el rostro de alguno resulta vagamente familiar, y perdón si meto
la pata, pero que por estos lares no lo son en absoluto.
Se trata de una comedia que, bajo la
sonrisa, presenta el tema de la falta de interés de algunos jóvenes por
abandonar el hogar paterno, y materno por supuesto. No tiene grandes
pretensiones y se queda en una parodia, a veces burda, que se deja en el
tintero qué es lo que hay detrás de esa numantina resistencia a volar
solo. A menos que, como piensan más de uno, lo hagan por fastidiar a sus
progenitores y abusar de ellos hasta la jubilación o el provisor infarto
tal el cual heredarán.
Interpretada de forma eficaz tiene una
importante rémora: en demasiadas ocasiones pierde el ritmo. La acción se
vuelve reiterativa, como si el director dudara hacia dónde dirigirse o,
lo que sería peor, qué más contar. De forma que al final, la sensación
que se tiene es la de algunos detalles, algunos "golpes" diríamos
familiarmente, insertados en unas banales, y a veces tediosas,
secuencias que los hilan mal que bien.
Se preguntará el lector que por qué le
dedico este espacio a una película que "ni fú, ni fá". Pues, puede
interpretarlo como un homenaje a los sufridos habitantes de esas miles
de localidades, repartidas a lo largo y ancho de este país que, aunque
gocen del mayor número de pantallas que jamás soñaron, sus posibilidades
de elección son menores que nunca. Por eso, quizás, perdido una noche en
uno de esos edificios espectrales, una película tan banal y que, en otro
momento, incluso me hubiera mosqueado, me pareció como un manjar
exquisito entre tanta propaganda imperial.
De vez en cuando viene bien recordar
que somos una provincia más sometida a un imperio y que, como tales, son
tratados sus habitantes. En todos los ámbitos de la vida. Incluso en el
del ocio consumista, porque hablar de algo más sería obsceno.