Hoy, cada quince minutos, ocupa el
pedestal de la fama una persona. Es decir, 4 a la hora, 96 al día, 2880
al mes y 34560 al año. Es lógico, por tanto, que, en tal vorágine, pocos
recuerden hoy la existencia de un director de cine llamado Jean-Luc
Godard que, en su momento, disfrutó no ya de ese cuarto de hora de
gloria, sino de algunos más. Iconoclasta en su momento, los estrenos de
sus películas despertaban, por igual, el entusiasmo de sus seguidores y
las fobias de sus detractores. Todavía son recordadas en Madrid las
escenas que se produjeron, en los años setenta, cuando el estreno de
Je vous salue, Marie. Considerada irreverente por el catolicismo más
integrista, los antecesores de Los Legionarios de Cristo se paseaban
ante los espectadores que formaban cola en los cines Alphaville, templos
de la progresía del momento y que deben su nombre, precisamente, a una
película de este director, amenazándoles con variados castigos
espirituales y físicos donde se encuentran.
Lejos quedan aquellos tiempos. Hoy, el
estreno de su última película, Elogio de amor, no sólo no
despierta tales encontronazos sino que, una tarde cualquiera de estos
días de verano adelantado, apenas convoca a diez personas. Magra
concurrencia para ver una película que merecería mayor atención. Porque
Godard no es una persona que se haya quedado anclado en aquellas ya
lejanas décadas, sino que, tanto en la forma como, por supuesto, en el
fondo resulta mucho más actual que las propuestas reaccionarias, en
todos los sentidos, de la mayoría de las producciones de Hollywood, por
poner el ejemplo más evidente.
Resulta llamativo que, como otros
veteranos realizadores, por ejemplo, el español Martín Patino, sus
preocupaciones se hayan dirigido hacia cuestiones como la ficción y la
realidad o el poder de las imágenes. Parece como si desde la atalaya que
les proporciona su largo recorrido vital y experiencia y saber
cinematográfico quisieran advertirnos de los inmensos peligros que
entraña esta cultura en la que vivimos basada casi exclusivamente en
imágenes, sin apenas otros referentes. En esta ocasión el realizador
francés, ha trenzado una sugerente historia en la que la búsqueda de los
actores idóneos para representar las cuatro fases del amor, no es sino
un pretexto para indagar en la relación entre los deseos, lo que
queremos y cómo no sabemos ver aquello que quizás tenemos ya.
La trama de la película resulta quizás
demasiado complicada para quienes resulta ya un esfuerzo, casi al límite
de sus posibilidades, unir dos sílabas una detrás de otra. En este caso,
la incapacidad para desarrollar el esfuerzo que requiere la obra de
Godard puede llevar al aburrimiento. No se trata de defender falsos
intelectualismos o preferir, como hacía D’Ors, lo incomprensible. Se
trata de ser capaz de disfrutar, y para ello hay que poseer algunas
claves, con el trabajo de alguien que se siente capaz de utilizar el
lenguaje de la imagen con la habilidad de quien lo conoce bien. Pero,
también, de avisarnos de sus peligros.
Llenos de autosuficiencia existe una
glorificación de la banalidad, de lo mediocre, una especie de síndrome "forrest
gump", que nos lleva a rechazar todo aquello que exija un esfuerzo, que
se salga de lo trillado. Da igual que, quien lo haga, tenga veinte o
setenta años. Como en tantas otras cosas, la decadente sociedad
occidental prefiere igualar por debajo. Como si una sociedad igualitaria
tuviera que, ser cutre e ignorante por necesidad. Como otros, el
director francés nos recuerda, y nos ofrece con esta película, una
alternativa que merece mejor suerte.