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Somos
para morir. Se sabe y no hay que hacer de ello más drama de lo que es,
pero la vida pide vida, lo que quiere decir que la muerte debe formar
parte de la vida y como tal debemos entenderla. Por otro lado, desde el
lado griego, decía Platón en El Banquete que la sucesión de las
generaciones puede darnos no ya un equivalente de eternidad, sino la
eternidad misma, en la medida en que nosotros podemos tenerla, y añadía
que la pasión por la paternidad física es la forma rudimentaria y real
de esa aspiración. Cierto, el instinto de paternidad/maternidad es el
que nos empuja a multiplicar la vida por pervivirnos, o, al revés, a
pervivirnos por multiplicar la vida. Da igual el orden, lo importante es
que ello ocurre tanto en el terreno físico como en el moral. Así sería
desde el punto de vista de los que vivieron. Ahora, desde el
punto de vista de los que viven, y admitiendo, como alguien dijo
(Gregorio Morán), Que "somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos" o
consintiendo con Xavier Zubiri en que el presente sólo es un futuro
adelantado de un pretérito detenido, se ha de concluir que su propia
identidad, la de los que viven, la conciencia de lo que son, queda, en
muchos modos, cercenada, si esa correlación de sucesividad
temporal/vital resulta interrumpida por unas u otras razones. Si, por
otro lado, aceptáramos que la biología es a los individuos lo que la
historia es a los pueblos, llegaríamos a la conclusión de que la
identidad de un determinado presente histórico queda comprometida, si al
tiempo sucesor se le veda el conocimiento del
tiempo sucedido.
Cosa muy sabida es la
trampa que es la historia, sobre todo porque las historias
"oficiales", de siempre, han sido, por falsificación u ocultación, las
historias de los vencedores de turno, razón por la que comprendemos la
posición de los que niegan la historia con la afirmación de que todo el
pasado está en el presente y que basta sólo con una disección y análisis
correctos de lo que hay, realizados a la luz de la razón. Cierto
esto y cierto también que esto es lo fundamental, pero creemos que lo
que hay es, entre otras cosas, una situación de intoxicación
ideológica profunda y que un constituyente importante del tóxico es la
lectura falsificada del pasado, resultando así que, por esas mismas
razones, el desmontar pieza a pieza esa lectura fabricada forma parte de
la disección y análisis correctos de los que hablamos.
Todo este preámbulo se
encamina a cimentar, es decir, a justificar los razonados fundamentos
del actual movimiento popular que promueve la investigación y apertura,
a lo largo de España entera, de las muchísimas fosas comunes a las que
fueron arrojados como despojos los fusilados por el régimen franquista.
Siguen siendo innumerables, aunque algunas de ellas estén
considerablemente mermadas con relación a su situación original, debido
a que, después de 1945, ya acabada la II Gran Guerra, el gobierno de
Franco recibió la confidencia de que había, a nivel internacional y en
relación con la presión de los aliados por la ayuda de Franco al Eje
Roma-Berlín-Tokio, una propuesta, a falta de última decisión, de que la
Cruz Roja Internacional investigara las fosas comunes de los fusilados
por Franco durante y después de la guerra civil. El resultado de esa
confidencia fue que el régimen se dio más que prisa a eliminar algunas
de ellas y a aligerar considerablemente otras de las más voluminosas. La
enorme cantidad de las mismas hizo imposible el cumplimiento total del
empeño y los giros políticos posteriores (la Guerra Fría y el pacto
militar con los americanos, fundamentalmente) lo hicieron innecesario.
Pero ahí están, abrumadoramente, los hechos, y los hechos tienen su
explicación etiológica: La España de 1936 era, sumadas todas las fuerzas
revolucionarias y en relación al número de habitantes, la nación del
mundo más dispuesta y en mejores condiciones para un cambio social
revolucionariamente cualitativo. Franco supo eso desde el primer
momento, y, por ello, decidió, también desde el primer momento,
aniquilar físicamente a una gran parte de los componentes del campo
revolucionario y castrar por el terror la mente de los restantes.
Respecto a lo primero, parece aceptarse en la ONU, con relación a
España, la cifra de 150.000 fusilados durante y después de la guerra
civil, pero la cantidad real pudo, casi con seguridad total, haber
doblado ese montante. Por lo que respecta a lo segundo, aquí la realidad
superó en muchos enteros todo lo imaginable. En cuanto a brutalidad
represiva, el dictador no necesitaba buscar fuera lo que la propia
tradición hispánica le ofrecía desde siempre, pero, en cuanto a
refinamiento, recibió de la ciencia tudesca servida por Goebbels
enseñanzas muy valiosas para los procesos de castración mental de los
españoles.
Los asesinatos no fueron
puros asesinatos, ni las tropelías, desmanes, vejaciones y abusos fueron
puramente tales, sino que tanto lo primero como lo segundo fueron objeto
de exhibición programática. No se mató simplemente, se hizo de la muerte
un protagonista paseado en procesión macabra por hogares, calles,
caminos y rincones. Los fusilados permanecían varios días en cunetas y
caminos, porque los muertos, además de cumplir la tarea de su
desaparición del mundo de los vivos, debían también servir de ejemplo y
escarmiento, de imagen del terror físicamente presente. Y, junto a esto,
había que dar, igualmente, suelta a la sinrazón y a la irregularidad de
los comportamientos, destinadas a crear inseguridad permanente,
incertidumbre y vacilación constante, el no saber a qué atenerse. En
Gijón, en el barrio de El Llano, actuaba un guardiacivil de grandes
dimensiones físicas llamado Pedro, y al que la gente, sabedora de su
facha física y de sus habituales brutalidades, conocía por "Pedrón". A
personas de aspecto popular que, pasadas las nueve de la noche, pasaban
por la calle, el guardia, mientras hacía la ronda, los llamaba hacia
donde él estaba y les preguntaba: "¿Sabes quién soy yo?". El
interrogado, vacilando, respondía: "Sí...Don Pedro".El guardia levantaba
su poderoso brazo y lanzaba su gran mano contra la cara del infortunado,
haciéndolo rodar. "¿Cómo Don Pedro?, ¡Pedrón, hijo de puta!". Y volvía a
preguntarle: "¿Sabes ahora quién soy yo?" El interpelado, después de
vacilar mucho y como entre dientes, musitaba: "Pedrón". Y el guardia
volvía a repetir la acción anterior, haciéndole rodar de nuevo:" ¿Cómo
Pedrón, cabrón?, ¡ Pedro, Don Pedro!". Y así una y otra vez con nuevos
transeúntes, un día y otro día. La misma escena y otras similares se
repetían en todos los barrios de España. No hablemos ya de comisarías y
cuartelillos. La misión era sembrar el terror, meter el miedo hasta los
tuétanos profundos, hacer que ello pasase al subconsciente de la gente,
para que, mecánicamente, se inhibiese no ya de ciertas actitudes, sino
hasta de determinados pensamientos que resultaban, así, tabú para la
mente. Se trataba de producir en tres cuartas partes del pueblo español
un estado permanente de esquizofrenia social que forzara su pasividad.
Tales eran los planes de Franco: 50 años así, hasta borrar la memoria
histórica inmediata y España volvería a ser lo que fue, y los españoles
volverían a recuperar el comportamiento ovejuno al que, salvo
esporádicas excepciones, ahogadas, igualmente, en sangre y por
procedimientos semejantes, les vinieron sometiendo secularmente los
poderes constituidos. ¡Adiós al sueño español de Orwell, de Enzensberger,
de Malraux, adiós al homenaje a Cataluña, al corto verano de la
anarquía, adiós a la esperanza! No debe, pues, causar extrañeza el que
los franquistas actuales sigan impidiendo de forma contumaz a los
historiadores el acceso a los archivos de la "Fundación Franco", a pesar
de estar financiada con fondos oficiales, pues aquel estado de
esquizofrenia aún perdura en muchos aspectos y con otras variantes.
Alguien, mientras, al
azar, paseaba, en el verano de 1957, sus cuitas y frustraciones por el
cementerio de El Suco, en Gijón, se le ocurrió preguntar al encargado
del cementerio por la lápida de la tumba de su padre, muerto en el
frente miliciano en 1936, que había sido levantada por los franquistas
en 1937. El encargado del cementerio le dijo que lo de la lápida era
imposible y que los despojos del muerto habrían sido, seguramente,
echados a la fosa común que "estaba allí" y le señaló hacia una parte
extrema del cementerio: "Allí estaban. Dieciseismil". El preguntador
mostró su extrañeza e inquirió si eran los muertos de los dos bandos, a
lo que el responsable del cementerio respondió:"No, no, sólo los muertos
republicanos, fusilados después del 21 de octubre de 1937 (fecha de la
toma de Gijón por las fuerzas de Franco). Allí estaban, en una fosa muy
grande y profunda, distribuidos en capas, como sardinas en lata: capa de
muertos, capa de cal viva, una y otra y otra, hasta esa cifra". Rafaela
Fernández de Córdova, una mujer de singular valentía, a quien le habían
asesinado un hijo echado allí, no paró, organizó una asociación informal
de viudas y madres y fue hasta el Papa, para conseguir que se cercase
con una cuerda aquel recinto de la fosa que ya había sido levantado
parcialmente por los franquistas. Allí hay hoy un pequeño monolito, con
cuatro losas en las cuatro direcciones y una breve, única y escueta
inscripción: PAX.
Fosas así, más o menos
grandes, la hay a miles por toda España. En el Valle de Langreo, en
Asturias, hay un famoso pozo llamado "pozu Fumeres" donde los
franquistas no sólo arrojaban a los que habían matado, sino también a
algunos de los que todavía vivían después de haber pasado por comisarías
y cuartelillos, y cuyos gritos y lamentos, desde dentro del pozo, podían
ser escuchados por la gente durante horas o incluso durante días. Todo
formaba parte de la estrategia descrita más arriba. Pozos como éste
también hubo cantidad. Uno famoso fue el de Caudé, junto a Concud, un
pueblecito a pocos kilómetros de Teruel. Era un pozo artesiano de 84
metros de profundidad y más de dos metros de diámetro que llegó a
contener más de mil muertos, tantos que hubo que abrir zanjas contiguas
para seguir albergando a más. Otros lugares siniestros de la criminal
represión fueron las plazas de toros. En Badajoz, las columnas africanas
del Tercio, Mejala y Regulares encontraron una fuerte resistencia que
les impedía seguir su avance hacia Madrid. Franco pidió al presidente
portugués, Salazar, que les permitiera pasar por Portugal. Pudieron así
rodear la plaza, atacar por la espalda y asaltar Badajoz a sangre y
fuego. Recluyeron a diez mil vencidos en la Plaza de toros de donde los
fueron asesinando hasta dejarla vacía. El diputado Manso, el 18 de julio
de 1936 y a la altura de Valladolid, había salido al paso de la columna
de autobuses de mineros y otros obreros asturianos en marcha hacia
Madrid, para decirles que debían volver, porque el general Aranda se
había sublevado en Oviedo. El diputado Manso, días más tarde, fue
rejoneado en la plaza de toros de Valladolid.
El espontáneo movimiento
exhumador en pos de la recuperación de la memoria histórica representa
uno de los gestos más nobles y dignos que haya emprendido el pueblo en
mucho tiempo. Vayamos, con él, a la denuncia directa, en Estrasburgo, La
Haya, Ginebra, Alto Comisariado de la Naciones Unidas, donde sea, para
que también otros pueblos conozcan nuestra historia, pero lo decisivo es
que nuestro propio pueblo la conozca desnuda de disfraces, por que, con
ello, sepa encontrar también los derroteros reales de la dignidad y de
la lucha. Que nadie pretenda involucrar en esto al Estado, como
pretenden los socialistas y otros, porque el Estado es responsable
principal en la cosa y sólo haría enmascarar y falsificar situaciones.
Quédese el Estado con sus cuartos y deje tranquilos a nuestros muertos,
o déjenos a nosotros tranquilos con nuestros muertos. Puesto que
también, al parecer, hay clases entre los muertos, quédese Aznar, en
buena o mala hora, con los suyos de primera y haga con ellos su
política. Nos deje, por favor, a nosotros con nuestros muertos de
tercera, aquellos que murieron por defender la libertad sin trabas, la
igualdad económica y la justicia social.
La fina y tierna
sensibilidad de Gustavo Adolfo Bécquer le hizo exclamar en una de sus
Rimas: "¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!". Esa terrible
soledad, que es mucho más terrible cuando se
procede, por programa, a la aniquilación política de su mismo recuerdo.
No estamos dispuestos a consentirlo. Salgamos, valientemente, de ese
claustro de amnesia en que Franco nos encerró. Porque es de justicia, y
porque, en este caso, luchar por el ayer es luchar por el hoy y por el
mañana. |
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