La
segunda restauración (1975-2...?)
¿Hacia donde nos llevaron quienes
hicieron la transición?
Xavier Díez
Por la importancia de este artículo en calidad
analítica y candente actualidad, la Redacción se permite tomarlo de la
revista ORTO, número 127, esperamos que con el beneplácito del autor y
el editor y, desde luego, con nuestro agradecimiento adelantado.
Demasiados
cadáveres en el armario
Desde principios del verano de 2002,
unos pocos jóvenes voluntarios de diversas nacionalidades,
pertenecientes a una antigua organización internacionalista surgida
después de la Primera Guerra Mundial, el Servicio Civil
Internacional, se dedican a desenterrar cadáveres de centenares de
desaparecidos españoles durante la guerra civil y la inmediata
postguerra. La iniciativa, surgida entre diversas asociaciones españolas
que reivindican la recuperación de la memoria histórica y de familiares
de los asesinados por el bando fascista ha permitido encontrar e
identificar a decenas de republicanos asesinados y enterrados
clandestinamente en diversas fosas de El Bierzo, en León. Sin embargo,
estos hallazgos representan una ínfima parte de los centenares de fosas
clandestinas donde permanecen enterrados más de treinta mil asesinados
por el terrorismo del estado franquista.
La tan alabada Transición
española a la democracia se basó en el silencio sobre el pasado reciente
y el silenciamiento y marginación de la España republicana y exiliada,
es decir, la única que conservaba la legitimidad. Era lógico. A partir
del momento en que estaba claro que el franquismo iba a tener su
final biológico, las élites que detentaban el poder y los
beneficiarios del régimen trataron de diseñar vías y mecanismos de
transformación política que garantizaran su inmunidad y salvaguardaran
sus privilegios. Para ello pactaron los cambios, desde una posición de
fuerza, con una oposición lo menos combativa posible para que ésta
realizara renuncia tras renuncia. Uno de estos pactos, tácitos pero más
que necesarios, consistió en instaurar una amnesia histórica
generalizada, una anestesia colectiva que impidiera que alguien, en
algún momento, pretendiera hacer pagar los crímenes cometidos durante un
largo invierno de cuarenta años. "No hay que remover el pasado" era una
frase reiterada entonces y ahora que, superficialmente, venía a
significar que no debla recrearse un nuevo clima de enfrentamiento que
pudiera llevar a un nuevo conflicto civil, pero se trataba, en realidad,
de un útil lema con el significado profundo de si desvelas
mis miserias deslegitimas mi poder.
Veinte años atrás, cuando todavía el
aparato franquista estaba intacto y la tan alabada democracia aún estaba
estrechamente vigilada por los sables, todavía tenla un cierto sentido
la prudencia. Sin embargo, ha pasado el tiempo, los años se han
sucedido, y España continúa sin asumir su pasado más negro. Nadie ha
pedido perdón a las víctimas, no se ha condenado el franquismo (y mucho
menos a los franquistas), no se han juzgado los crímenes de guerra y
contra la humanidad (que no prescriben nunca y no pueden estar sometidos
a jurisdicciones nacionales) y no se ha compensado de manera
satisfactoria a las víctimas de la represión y a sus descendientes. Pero
quizá lo peor de todo es que parece como si el período de 1931 a 1975 no
hubiera existido nunca, como si una mano orwelliana se hubiera encargado
de borrar los hechos que una república, una guerra y una dictadura de
orientación fascista marcaron profundamente en las estructuras profundas
de un país que no acaba de encontrar su cohesión.
El diseño político del régimen surgido
a partir de la Constitución de 1978 parece tener una clara vocación de
enlazar con 1923 antes de que el golpe de estado de Primo de Rivera
acabara con el de régimen de la Restauración, y antes de la II República
que en 1936, con el Frente Popular, estaba a punto de iniciar unas
profundas y necesarias reformas sociales en la estructura del estado. De
hecho, desde un punto de vista simbólico, la situación actual parece una
auténtica fotocopia del régimen instaurado un siglo antes; la misma
bandera, el mismo himno y la misma monarquía borbónica. Es como si nunca
hubieran existido aviones con insignias rojigualdas en la cola
que hubieran bombardeado Madrid, Málaga o Barcelona; como si no hubiera
habido un ejército que, al ritmo de la Marcha Real, tenla como
únicos enemigos a varios millones de españoles, o como si nunca hubiera
habido monarcas en connivencia con poderes ílegítimos o padres de reyes
que no hubieran apostado por apoyar a una España insurrecta
nacional-católica para luchar contra la España legítima y democrática.
Es como si en este país nunca hubiera pasado nada.
La Leyenda Rosa de una oscura
Transición
La importancia de los símbolos resulta
siempre muy significativa. Representan la orientación que toma una
sociedad y sus instituciones. Así, la sociedad actual y su
estructuración política, emanada directamente de la Constitución de 1978
parece querer preservar algunas constantes preexistentes en el régimen
del siglo anterior, tendiendo a imitar sus problemas estructurales, su
esclerosis social y su falta de valor y voluntad para emprender la
creación de una sociedad más equilibrada y cohesionada.
La leyenda rosa de la
Transición nos explica que ésta configuró un impecable proceso
histórico, basado en el consenso para conquistar el mejor de los mundos
posibles. Pero esta historia oficial, construida por quienes la
protagonizaron o por los que se beneficiaron directamente del nuevo
sistema, tiene en la nueva historiografía crítica un número creciente de
detractores, pero sobre todo, alberga demasiados cadáveres en el
armario, bastantes de ellos, por cierto, en El Bierzo. Según esta nueva
lectura, la Transición, más que impecable, fue
implacable contra los que quedaron fuera de ella; grupos políticos
que no se plegaron a las exigencias del poder, la legítima España del
exilio, los perdedores de una Cruzada contra la aspiración a
construir una sociedad más equitativa y menos autoritaria, o simplemente
contra aquellos que no estuvieran dispuestos a renunciar a algo
jurídicamente inapelable; a pedir cuentas por cuarenta años de crímenes
y suciedad. El presunto consenso se trató de un asentimiento bajo
coacción. El mejor de los mundos posibles,... es difícil, reflexionando
seriamente, que mucha gente llegue a creérselo.
Lo que resulta innegable es que la
Transición fue un proceso así, transitorio, es decir, provisional,
que enlazó un periodo histórico con otro. Entre los historiadores
oficiales y oficiosos no existe un acuerdo sobre cuándo comienza y
cuándo se acaba. Algunos apuntan su inicio en 1973, cuando se atenta
contra la vida de Carrero Blanco. Otros, los más, optan por noviembre de
1975, cuando muere Franco. Más difícil resulta pensar cuándo ésta
concluye. Los más conservadores suelen dar el proceso por acabado en
1977, cuando las primeras elecciones generales. Otros la concluyen en
1978, cuando se aprueba la Constitución, en 1979, cuando se inicia la
primera legislatura, en 1981 cuando fracasa el penúltimo intento de
revertir la situación política (nunca un fracaso tuvo tanto éxito), en
1982, cuando acceden los socialistas al poder, sin que se produzca
ningún intento de detener el proceso (ya tenían a Boyer o Solchaga para
impedir cualquier veleidad izquierdista), o en 1986, cuando España se
integra en la Comunidad Europea con una cierta normalidad.
A pesar de las divergencias
cronológicas, existe, sin embargo, un gran consenso en la denominación
de este periodo "transitorio". Pero, una transición siempre implica
enlazar un período con otro. Casi todos los historiadores denominan
franquismo o dictadura al período de origen. Pero ¿cómo denominar al de
destino? Desde un cierto papanatismo acomodaticio, la mayoría optan por
el aséptico término Democracia. Pero un medio, o un sistema de
representación política, como es la democracia, no sirve para definir un
periodo histórico. La denominación debe tomar en consideración la forma
bajo la cual se encarna el poder, (como absolutismo o Segunda
República) o los objetivos que se persiguen durante un lapso
histórico concreto (como feudalismo o Segundo Imperio). Algo
parecido puede decirse de los que optan por bautizar el momento actual
como el Período Constitucional, obviando que de constituciones en
España ha habido media docena, y a nadie se le ocurrió denominar así los
espacios comprendidos entre una y otra. Resulta necesario, pues, buscar
un nombre que defina el carácter del sistema político y social imperante
en la actualidad.
De la Primera a la Segunda
Restauración
Y desde la perspectiva histórica, el
único que parece válido es el de Segunda Restauración. Ya hemos
evidenciado anteriormente la vocación restauracionista que inspiró la
instauración del actual régimen, por lo menos en su sentido más
simbólico. Pero, si examinamos detenidamente el contenido, observaremos
que las coincidencias son más que formales. Resulta obvio que la
historia nunca se repite, aunque a veces se parece demasiado, y, como
decía Marx, en esas ocasiones tiende a parodiarse a si misma. Pero, si
analizamos la trayectoria histórica de la Primera Restauración
(1875-1923), no resultará difícil, salvando las distancias y las
transformaciones globales, comprobar un número muy significativo de
similitudes. Un pequeño gran libro del catedrático de historia
contemporánea de la Universidad de Girona, Ángel Duarte (La España de
la restauración (1875-1923), Hipotesi, Barcelona 1997) nos ofrece
una síntesis esquemática aunque certera del sistema iniciado con la
coronación de Alfonso XIL Un sistema surgido para poner fin a las
veleidades democráticas de una España con la efervescencia social y
política del sexenio revolucionario (1868-1874), con vocación de
estabilidad y permanencia, y un instrumento al servicio de los poderosos
para frenar las aspiraciones populares y excluir del juego político a
las clases peligrosas e imponer un orden favorable a sus
intereses. Un régimen que, si bien se dotó de unas instituciones en
apariencia democráticas, con elecciones periódicas, sufragio universal
masculino desde 1890 y un entramado institucional complejo y, en teoría,
garantista, en realidad se trataba de un sistema de bipartidismo de
élites, que se alternaban mediante un sistema de turno, basado en el
caciquismo y el fraude electoral sistemático y que gestionaban los
graves problemas sociales como una simple cuestión de orden público.
Pero en esencia, la Restauración era un sistema que creó un estado con
poca capacidad y menor voluntad de integrar a sus ciudadanos y
establecer con ellos un mínimo de reciprocidad, sino que desarrolló
instrumentos diseñados específicamente para el mantenimiento de los
privilegios de las arcaicas clases dominantes que lo sustentaban, o que,
desde el ejército, los vigilaban. No es de extrañar, pues, la profunda
desconfianza y aversión de buena parte de la ciudadanía, todavía hoy,
respecto del estado. Tampoco lo es la precariedad de servicios en
sanidad, educación o bienestar social que la sociedad española actual
viene arrastrando desde entonces. Pero la Restauración también es el
régimen del mantenimiento de los intereses particulares de unas élites
socialmente anacrónicas, y por tanto de la imposibilidad de
aggiornamento, con una estructura económica pobre, sin apenas más
ingresos fiscales que los aportados por unas clases populares con un
mínimo poder adquisitivo, sin escuelas públicas, y por tanto, con unos
niveles de pobreza cultural de los más altos del continente, y sin
posibilidad de diálogo entre iguales, sin capacidad de resolver sus
problemas de cohesión nacional.
El sistema surgido a partir de
noviembre de 1975, cuando se corona al actual rey, mantiene también una
vocación de estabilidad y permanencia, pero, como podemos ver en la
actualidad, el sistema constitucional ya acabado mantiene un carácter
que modifica poco las intenciones de la Primera Restauración. La
presunta separación entre Iglesia y Estado resulta más teórica que
práctica. No se trata ya de la innegable sombra católica proyectada
sobre unos tímidos legisladores españoles (que prefieren aceptar
hipócritamente el aborto de facto y se obstinan en imposibilitar
su reconocimiento de iure), sino, y sobre todo, por el mantenimiento de
la perversión de una doble red escolar con la función de separar clases
altas y medias de unas clases bajas, bastante mayoritarias, hacia unas
escuelas públicas infradotadas, y, de manera creciente, socialmente
segregadas.
La persistencia de un profundo
clasismo en el seno de la sociedad española sigue siendo una de las
características más definitorias del país; graves diferencias que no
sólo son materiales y culturales sino, y sobre todo, psicológicas a
nivel de la psicología colectiva, especialmente en las sociedades
rurales del centro y del sur del país. El creciente racismo no es más
que la interiorización por parte de los sectores populares de la
ideología del desprecio al inferior, el triste consuelo de tener a
alguien por debajo para maltratarlo. El caciquismo no se ha erradicado.
Fuera de los ámbitos rurales, donde persiste bajo formas clásicas, se ha
adaptado a los nuevos tiempos mediante formas de lobby o grupos
de presión. Como ejemplo de todo esto, basta recordar que el PSOE, desde
sus primeros años de legislatura prefirió subvencionar a centenares de
miles de campesinos andaluces y extremeños, mediante el Plan de Empleo
Rural, para que no trabajaran, antes que realizar una más que necesaria
reforma agraria. No es precisamente muy europeo, ni muy moderno, ni muy
democrático que un puñado de Grandes de España mantengan la
propiedad de grandes latifundios, sin que ni siquiera coticen
convenientemente por ellos (y que, impunemente, acaparan buena parte de
los fondos europeos de cohesión). Pero quizá es mucho más fácil
sustituir un caciquismo por otro, antes que luchar por destruirlos.
Desde un punto de vista económico, la
España actual parece venir arrastrando las mismas tendencias negativas
que caracterizaron la dependiente y precaria estructura decimonónica. A
pesar de los triunfalismos oficiales, la economía española sigue siendo,
esencialmente, frágil y dependiente, caracterizada por unas estructuras
basadas en la exportación de bienes y servicios de baja calidad y
precio, basada en la explotación intensiva de una mano de obra precaria,
con escasa formación, sin seguridad y mal pagada, en que la palabra
negocios tiene más que ver con la picaresca descrita por Quevedo que con
la inteligencia puesta al servicio del dinero de Bill Gates. No es sino
a partir de la ley de las continuidades históricas y de la longue
durée de Braudel como puede explicarse la preeminencia de las
contrataciones precarias, de las inversiones a corto plazo y del
enanismo empresarial que son signos distintivos de una economía que
solamente ha funcionado bien cuando la coyuntura internacional se lo ha
permitido. A todo ello hay que sumar la precariedad del sistema fiscal,
donde, en la práctica, persiste la mentalidad feudal, en el sentido de
que continúan las exenciones de impuestos de facto a los
poderosos, quienes evaden con gran facilidad mediante la escasa presión
impositiva al capital, contando a su vez con una tácita connivencia
social respecto de las bolsas de dinero negro. Así, los escasos ingresos
del estado provienen precisamente del consumo y de las retenciones a
unos asalariados de escasos salarios. Todo ello conlleva, claro está, a
un estado del bienestar mínino y débil, escuálido y sin recursos, es
decir, a una sociedad sin pacto social basado en la reciprocidad.
Desde un punto de vista político, el
antiguo sistema de turno entre liberales y moderados parece haber sido
sustituido por un bipartidismo inamovible entre un partido socialista y
otro conservador Estos dos partidos mayoritarios que se han alternado en
el poder durante los últimos veinte años, a pesar de sus respectivas
retóricas, presentan escasas diferencias de programa entre ellos. Hay
más diferencias de formas y matices que de contenido. Básicamente,
parecen de acuerdo en mantener la estabilidad del sistema y en controlar
a aquellos que permanecen fuera de él, especialmente a los nacionalismos
periféricos, pero también a toda suerte de movimientos llamados
"alternativos". La señora Julia García Valdecasas, delegada del gobierno
en Cataluña, podría ofrecer grandes lecciones sobre el tema,
especialmente en su larga experiencia con los antiglobalización.
De hecho, el sistema de partidos entre la primera y la segunda
restauración guarda más semejanzas de las que podrían suponerse a
primera vista. En realidad, son partidos constituidos formalmente, con
unos programas más o menos asépticos, cargados de buenas intenciones,
bastante retórica y poca capacidad de concreción. Pero, realmente,. se
trata de estructuras complejas con familias heterogéneas de relaciones
clientelares que durante el curso político, entre bastidores, pueden
protagonizar guerras de clanes. Hay muchas más diferencias entre Borrell
y Solchaga, entre Rato y Ruiz Gallardón, entre Joaquim Nadal y Rodríguez
Ibarra entre Pimentel y Zaplana que entre Aznar y Rodríguez Zapatero. De
manera que, en la actualidad, se puede decir que los electores españoles
tienen poco donde elegir. Claro está que, en esto, no se trata de un
problema exclusivo del país, sino
bastante general en unas esclerotizadas democracias europeas. Pero,
precisamente, estas deficiencias son las que provocan, en cuanto se
ponen de relieve los conflictos incómodos de toda sociedad, los miedos
colectivos encarnados en alternativas terroríficas como las de Lepen,
Bossi o Haider.
Evidentemente, exceptuando el estado
de Florida, ya no hay que recurrir al fraude electoral para mantener el
orden político. En la actualidad, basta con controlar los medios de
comunicación. Es por ello por lo que los grandes entramados de poder
económico-financiero-empresarial suelen hacerse con los grandes grupos
que controlan diarios y televisiones. Los ciudadanos votan, los
poderosos dirigen el voto, y los votados por los primeros obedecen a los
segundos.
Es evidente, en todo este contexto,
que lo que se sale de la norma, lo que no encaja en este sistema, es
combatido para ser neutralizado. Un sistema diseñado no para que
funcione bien, sino para que sea estable y sólido, con vocación de
permanencia, que siente más preocupación de que alguien lo cuestione que
interés por que alguien pueda aportar soluciones más o menos
satisfactorias a los problemas reales. Así, por ejemplo, ante el peligro
de que se consolidara una fórmula alternativa de configuración nacional,
con el País Vasco, Cataluña, y en menor medida Galicia, que pudieran
adquirir soberanía separada de la emanada por un estado centralista y
autoritario, se optó por el Café para todos, es decir, por asumir
una línea muy similar a la de las descentralizaciones administrativas de
las mancomunidades de la segunda década del siglo XX. Es decir, se optó
por una manera de disolver cualquier cuestionamiento de una peculiar
manera de entender la unidad. En la España actual, cuando se
plantea un problema de estructura nacional, se opta por disfrazarlo o
aplazarlo sine die Cuando alguien persiste en el empeño de
entender las cosas de otra manera, se le ilegaliza, y punto.
Una buena muestra de este espíritu
restauracionista es la tendencia actual de una buena parte de la
historiografía actual, especialmente, desde círculos académicos afectos
al régimen. Últimamente, un grupo importante de historiadores
reivindican el corrupto y pseudodemocrático régimen de la Restauración
(1875-1923) y tratan de ensalzar sus virtudes obviando su incapacidad de
afrontar los retos de la modernidad. Desde un aséptico aspecto de
cientifismo académico, tienden a justificar y hacer de recibo lo que,
objetivamente, resulta injustificable y presentable. Curiosamente,
tratan de hacer pasar por moderno un régimen arcaico, que, si bien
instauró el sufragio universal masculino, practicaba, como dijimos, el
fraude electoral de manera sistemática; que, si bien admitía libertades
formales, no dudaba en utilizar la represión como principal fórmula de
resolución de conflictos; que, si bien otorgaba derechos civiles
limitados, utilizó el estado de excepción
de manera casi permanente en las zonas más conflictivas. No es de
extrañar, sin embargo este absurdo. Se trata del segundo capítulo de
esta historia rosa generada alrededor de la Transición.
Regreso al pasado, futuro de
aluminosis
La transición a la democracia no fue
hacia delante, sino que fue un regreso al pasado, en que se intentó
reinstaurar un sistema de libertades formales, lograr un pacto social,
construir una sociedad de consenso sin demasiada vocación de que todo
esto se cumpliera. ¿Cómo podía ser ello posible, si los beneficiarios de
cuarenta años de franquismo se mantenían en el poder real? La
Transición, a pesar de toda su leyenda rosa, y de, sin duda, buenas
intenciones de nombres propios que trabajaron duramente para conquistar
una normalidad, fue una estafa, una tomadura de pelo. No sirvió para
restaurar la única legitimidad posible, la repúblicana. No sirvió para
encarar los problemas estructurales del país. No sirvió para reconciliar
a nadie (no puede haber reconciliación sin que el agresor pida perdón a
la víctima). No fue un proceso limpio, sino bajo la coacción de los
sables, las porras de los grises y, sobre todo, el miedo de los vencidos
a la fuerza e impunidad de los vencedores. No fue un proceso
transparente. No creó mayor unidad. Se dedicó a camuflar, disfrazar y
aplazar los problemas. De ello deriva todo este interés por anestesiar
la sociedad civil, evitar que sea consciente de las graves deficiencias
estructurales del país, evitar que piense, evitar que cuestione. Pero
los pisos con aluminosis, si no se pone remedio, pueden acabar
derrumbándose por sí solos, sin necesidad de que ningún avión se lance
contra ellos. [...]
Empieza a ser hora de cuestionar
seriamente una organización política y social que no nos conviene. Deben
cambiar unas formas externas insultantes (los símbolos a los que
hacíamos referencia anteriormente), pero sobre todo, han de cambiar los
contenidos. Tenemos que eliminar las vigas podridas de la aluminosis y
sustituirlas por otras más sólidas. La comunidad de vecinos tiene que
aprovechar entonces para poner un ascensor y arreglar la fachada.