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        corren buenos tiempos, es algo sabido. Los síntomas se acumulan uno 
        detrás de otro. Hoy es un nuevo privilegio a la Iglesia y mañana es un 
        alarde del Estado. Así que cuando se anunció la salida a las pantallas 
        de la última película de Basilio Martín Patino los presagios más 
        agoreros acudieron a mi mente. Daba por descontado la fría acogida del 
        público en general, aún más comprensible tras ver la película. Como 
        también la de la crítica, algo más tibia. El resultado ha sido el 
        esperado: apenas unas semanas en cartel y, donde continua, relegada a 
        unas cuantas sesiones o a la "golfa". Una vez más ha funcionado 
        en este país tan casposo como siempre, en estas últimas cinco décadas, 
        la consigna del ninguneo. Si algo no se atiene a las estructuras 
        consideradas correctas, si no se entiende o se es capaz de encuadrar en 
        los esquemas habituales, se le critica, destroza si es posible, o si 
        ello no es posible, como en este caso, simplemente se le ignora. Los 
        máximos elogios que ha recibido Octavia han sido que es una 
        película extraña, de una peculiar belleza que, seguramente, curándose en 
        salud, recibiría grandes alabanzas en un futuro. Le faltó a quien 
        escribió este comentario que sería cuando Martín Patino se muriera. Afortunadamente ese 
        augurio no se ha cumplido, aunque sí ha corrido la desdichada noticia 
        para el cine español en particular, y la cultura en general, de que con 
        esta película el director consideraba completada su obra y que no 
        volvería a dirigir. De esta manera Salamanca se convertía en la 
        protagonista inicial y final de la obra de quien mejor ha sido capaz de 
        describir, por ejemplo, a Andalucía -recordemos otro ninguneo: el de la 
        serie para televisión "Andalucía: un siglo de fascinación"- o Madrid, 
        con una peculiar visión de una ciudad en la que la realidad se 
        transformaba en ficción a partir de una heterodoxa propuesta en la que 
        falsificación e historia marchaban juntas. Con Octavia se cerraba 
        un largo camino iniciado con Nueve cartas a Berta cuatro décadas 
        antes. Quien, dentro del color 
        grisáceo, por tantos motivos, de la dictadura tenía pretextos para ser 
        optimistas, hoy, con el color entre rosáceo y azulado, por idénticas 
        numerosas causas, de la monarquía parlamentaria en la que vivimos se nos 
        muestra terriblemente desolado. Porque Octavia es la película más 
        terriblemente desoladora vista en estos últimos años. La desolación de 
        quien habiendo querido cambiar todo, se encuentra con que no sólo no ha 
        cambiado nada sino que, además, ha cerrado los caminos a su posible 
        relevo. Relevo que no existirá porque se auto-inmolará. La desoladora conclusión 
        de uno de los más destacados representantes de la generación que 
        denunció al cine de su juventud como ineficaz, nulo y raquítico, como 
        tan profusamente se ha recordado con motivo del fallecimiento de Juan 
        Antonio Bardem. Quizás del más interesante de todos ellos, tanto por su 
        independencia social y por capacidad para ir incorporando a su quehacer 
        todos y cada uno de los cambios que se iban produciendo en su profesión. 
        Recordemos Caudillo o La seducción del caos. Octavia 
        es una película que no se puede ver, en mi opinión, fuera del contexto 
        de la obra de Patino. No es la historia de un hijo pródigo que regresa a 
        los muros de una Vetusta fascista, admirablemente fotografiada por sólo 
        quien la conoce tan bien que puede hacerlo así; como tampoco es la de la 
        inadaptada joven mestiza que, como gallina en corral ajeno, termina 
        ahogada, tras recorrer el tortuoso camino de la llamada inadaptación; 
        como tampoco es la historia de una madre de vida devastada; ni siquiera, 
        simplemente, el retrato de una sociedad que sigue paseando por la rúa 
        Mayor, como siempre; como tampoco es solo una reflexión sobre un tema 
        tan querido por el director, como es el del poder, el de la 
        falsificación. Octavia 
        es todo ello y mucho más. Es el testamento, si es verdad, que esperemos 
        que no, que es su última película, de quien tiene la suficiente lucidez 
        y capacidad para volcar en algo más de hora y media, la vida de la 
        sociedad española de estos últimos cincuenta años. Una fábula que, salvo 
        el momento de satisfacción personal en la que el protagonista hace suyas 
        las palabras de la nieta muerta y se despide violentamente de sus 
        coetáneos borrachos de autosuficiencia y placer, no tiene más síntesis 
        posible que el tema musical elegido, el "Stábat mater", el canto al 
        dolor y la desolación de la madre ante la muerte del hijo. Hacía tiempo que no se me 
        saltaban las lágrimas. Una noche, en un cine de progres de Barcelona, me 
        pasó. Quizás, me sentía reflejado en esos anónimos salmantinos que, 
        junto al protagonista, paseaban a saltos, con imágenes congeladas, por 
        las viejas piedras de siempre. No dejéis de ver 
        Octavia. Al menos, podréis decir, cuando en su momento la canonicen 
        que vosotros fuisteis de quienes la vieron en su momento y no, como 
        Alfonso Guerra ahora con los exiliados, la quieren como mero formulismo 
        de progre bien. Además, así ayudaréis a reducir el mayor o menor 
        descalabro económico que, seguro, le ocasionará esta película a Basilio 
        Martín Patino, uno de los mayores valores sociales con los que cuenta 
        este país de Almodóvares y Chiquitos de la Calzada, con perdón. |