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comienza el otoño suele ocurrir que en las pantallas florecen las
películas que durante el verano han ido pasando por los festivales o que
las grandes productoras norteamericanas han estrenado en el solar
imperial durante el verano. De forma que se amontonan los filmes que, a
juicio de este amanuense con teclado, podrían pasar por las páginas de
nuestro CNT. Su periodicidad mensual dejan fuera a muchas de
ellas. Por ello, en esta ocasión, he pensado que estas líneas iban a
servir para recomendar a cuatro películas, dos estrenadas ya hace unas
semanas y otras dos más recientes. Una mitad de producción argentina y
la otra española. Las primeras El mismo amor, la misma lluvia, de
José Campanella y Lugares comunes de Adolfo Aristarain, aunque
ésta sea formalmente hispano-argentina. Las segundas, El otro lado de
la cama de Emilio Martínez-Lázaro y La caja 507 de Enrique
Urbizu.
Cuatro películas distintas, de directores con una
escritura y una intencionalidad, también, muy diferentes, pero que
tienen en común ser alternativa al colonialismo cultural de la industria
del "entretenimiento" imperial. Lo que no es poco. En unos momentos en
los que la maquinaria de la propaganda bélica anda funcionando o toda
máquina, tanto en el exterior como en el interior de este país, resulta
casi de higiene mental poder sustraerse por un par de horas, al menos,
al bombardeo alienante cotidiano. La situación es tal que películas bien
intencionadas, simplemente correctas, pero sobre todo honestas, terminan
por parecernos oasis en unos desiertos.
No creo que sea necesario recordar que Campanella es
el director de El hijo de la novia, la película que ha hecho
soltar una lagrimita a los progres de los cines Verdi madrileños y
barceloneses o de los Van Dick y Avenida salmantino y sevillano
respectivamente. Ahora, con este mismo amor y lluvia nos sumerge en la
complicada situación argentina. Que quizás por ello, por compleja, nos
esté brindando películas tan interesantes como las dos citadas y la del
incombustible Aristarain. Ambos directores nos ofrecen dos visiones
diferentes de generaciones distintas. Con el punto en común de ser
películas optimistas, de quienes luchan y todavía no han sido vencidos a
pesar de los pesares. Ni siquiera el sesentón Fer que termina
reivindicando los principios de la revolución francesa como punto
germinal de todo por lo que ha luchado a lo largo de su vida.
Si en la Argentina se lucha y los creadores se ven
inmersos en la necesidad de ser cronistas del tiempo en el que viven,
las dos películas de directores españoles tienen perspectivas muy
distintas. La de Martínez-Lázaro es una amable comedia que tiene la
virtud de encajar el musical de forma menos chirriante que en otras
ocasiones. Te ríes y confirmas la vena cómica de algunos de jóvenes
actores españoles. Muy alejada de ella está La caja 507, aunque
cuente como protagonista a Antonio Resines, de quien recordamos algunos
de los momentos más cómicos del reciente cine español. Tal que el
"Perfecto, como el gallego" o "Ahora pinto cuadros enormes" que
recordarán mis cinéfilos lectores. La lucha del hombre común, como
individuo aislado, contra los grandes poderes del mundo capitalista no
es un tema nuevo, recordemos, por ejemplo, la espléndida Amor propio,
de Mario Camus, con una ejemplar Verónica Forqué. Ahora, este director
de sucursal bancaria que se ve golpeado dramáticamente por los intereses
inmobiliarios de la Costa del Sol, ejecuta la venganza de la mayoría
silenciosa que, de vez en cuando deja de serlo.
Cuatro películas, muy dignas todas que, además, están
obteniendo una buena respuesta por parte de un público que no termina de
acostumbrarse a que sólo le guste la mierda. No es para que repiquen las
campanas, que además producen contaminación acústica, sino para
reafirmarnos en una doble idea: Una, que por mucho que la coman millones
de moscas la mierda, mierda es y dos, que no es verdad que siempre
queramos comer esa mierda. Así que ya sabéis, rebuscad en las carteleras
y seguro que encontráis una de estas cuatro películas y, por dos horas,
dejad de oír los tambores de guerra que el Estado está empeñado en hacer
sonar.