Mónica Bergós Hernández
L os cinco
inmigrantes hallados muertos en el interior de un camión frigorífico en
el puerto de Algeciras el pasado viernes 11 de octubre perdieron ese día
algo más que sus vidas.
En los principales periódicos nacionales del sábado
día 12 apareció en portada y a todo color el rostro de uno de los
cadáveres. Ennegrecido. Demacrado. Descompuesto. Sin vida y ya también
sin dignidad. Se la acababan de arrebatar los Dueños de la Información
al mostrar con gran detalle las espeluznantes secuelas de su muerte a
todos los lectores. Le arrebataron
lo único que le quedaba ya, después de haberlo dejado todo atrás, y
haber pagado un altísimo precio en aras de un sueño.
La dignidad de una persona puede ser negada en nombre
del espectáculo. La dignidad, está claro, puede ser comprada, ya que en
los periódicos hay muertos de primera y segunda clase según el nivel
económico y el país de procedencia del sujeto.
La dignidad de una persona ha de ser reivindicada por
los demás seres humanos, aquellos muchos a los que no nos gustan este
tipo de fotografías, y los que tenemos claro que los Señores de la Información
no venden más al mostrarlas.
Al contrario, pierden parte de su seriedad, parte de
su dignidad.
Extraído de Cartas al Director de El País 17/10/02 |
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Moncho Alpuente
E conomistas,
analistas, auditores, ingenieros financieros, a la postre, mercachifles,
charlatanes, embaucadores y parásitos, econoclastas destructores de la
economía. Los popes financieros sólo tenían de sabios la aureola, el halo
mágico de los hechiceros de la tribu global, presuntos detentadores de una
sabiduría casi cabalística, augures diplomados de un futuro que nunca ha
respondido a sus conjuros. Los hechos se han encargado de desmontar todas
sus previsiones y de arruinar todos sus planes, rasgada la cortina de su
"sancta sanctorum", desvelados sus misterios, descifrado su lenguaje, los
magos de la economía mundial van apareciendo desnudos, descarnados y sin
coartada. Algunos han sido juzgados y encarcelados, una vez descubiertas
sus supercherías financieras, meros engañabobos que llevaron a la ruina a
millones de inversores pequeños y medianos. Pero condenar a la hoguera a
unos cuantos chivos expiatorios, en públicos actos de fe, no basta para
restaurar la confianza en los poderes de la secta de los adoradores de las
finanzas.
Nunca tan pocos se equivocaron tanto en tantas cosas,
perjudicando a tanta gente. Pero ahí están, incólumes tras desprenderse
del lastre, achacando a fallos humanos los que son garrafales fallos
estructurales, vicios primigenios de sus dogmas, los principios de la
Nueva Econonmía, la buena nueva del progreso y el bienestar servida como
sacramento en los pesebres del neoliberalismo.
Los conversos comulgaron con sus ruedas de molino,
aceptaron reajustes, reconversiones, flexibilizaciones, emplearon sus
pequeños ahorros en adquirir buenas acciones y bonos sacrosantos a sus
explotadores, convencidos de que si eran sumisos, obedientes y maleables,
algún día les dejarían sentarse a su mesa y gozar con las sobras del
pastel, las migajas del gran banquete, del ágape global.
No se produjeron los prodigios anunciados por los
neosacerdotes liberales, pero ellos no abjuraron de sus errores sino que
culparon a sus acólitos y a sus fieles por su falta de fe, por no haber
seguido poniendo la otra mejilla ante las ofensas hasta el advenimiento de
la nueva era,
Resquebrajado su templo financiero, con la feligresía
desmoralizada y dispersa, los profetas claman ahora por la guerra,
definitiva cortina de humo que hará tabula rasa de sus fallidas
previsiones. Sadam, Osama y sus cómplices son los culpables, los únicos
culpables de que el invento no funcione. En la lucha entre el Eje del Mal
y Wall Street, no caben los neutrales. |