e agosto de 1927
-hace ahora, por lo tanto, 75 años- el capitalismo norteamericano
asesinó a dos inmigrantes anarquistas, Nicola Sacco y Bartolomeo
Vanzetti, sentándolos en la silla eléctrica.
No sé en qué medida los lectores de esta página
conocerán el caso.
Quienes no hayan oído hablar de él harían bien en
consultar alguna enciclopedia: todas lo cuentan. Fue causa de una
impresionante movilización de masas en todo el mundo.
Evocando el hecho, las mentes bienpensantes de los
Estados Unidos hablan hoy de «error judicial». Reconocen que Sacco y
Vanzetti fueron juzgados sin las debidas garantías, que el juez no se
comportó con la necesaria imparcialidad y que el jurado se dejó influir
por el clima político que rodeó el proceso.
Casi nadie duda ya de su inocencia. De hecho, las
autoridades norteamericanas revisaron el caso en 1977 y decidieron
rehabilitar la memoria de los dos ejecutados.
Me parece muy bien. Salvando un punto: no creo que
haga al caso hablar de error.
Se habría tratado de un error si se hubiera
pretendido hacer justicia y no se hubiera logrado. Pero el objetivo
nunca fue ése. No lo fue en ninguno de los sucesivos eslabones de la
cadena.
Desde que se enteró de la noticia del doble asesinato
cometido para robar la nómina de la Women All American Shoes, la policía
de Massachussets se puso a investigar en los círculos anarquistas de
origen italiano, pese a saber sobradamente que los anarquistas ni se
dedicaban a los atracos ni disparaban a nadie que no fuera un
significado capitalista o un pistolero del Estado.
Detenidos Sacco y Vanzetti, el fiscal encargado de la
acusación fabricó algunas pruebas y manipuló y ocultó otras. Como
representante del Estado, actuó con plena conciencia de que su
iniciativa carecía de base, pese a lo cual la promovió contra viento y
marea.
El juez, que era conocido ya de antes por su carácter
reaccionario y su odio hacia los anarquistas, condujo el proceso del
modo más favorable a los propósitos del fiscal. Incluso se permitió
hablar del asunto fuera del tribunal y se refirió a los acusados como
«esos anarquistas italianos bastardos». Quitó importancia a los testigos
que declararon que el día de autos Vanzetti había estado cumpliendo con
su trabajo de repartidor de pescado (consideró que se trataba de
«solidaridad entre italianos») y dio validez plena a los que dijeron
reconocerlo como uno de los atracadores, pese a que apenas habían tenido
ocasión de verles la cara (de hecho, algunos se desdijeron más tarde o
reconocieron sus dudas). Tras la condena, rechazó todas las apelaciones
de los abogados, incluyendo una que aportaba el testimonio de un
delincuente portugués que reconocía haber participado en el atraco, que
aportó pruebas que demostraban la veracidad de su declaración y que
decía que Sacco y Vanzetti no habían tenido ni arte ni parte en lo sucedido.
Todas las instancias superiores a la Corte de
Massachussets ratificaron la sentencia a sabiendas de las muchas
irregularidades que comportaba.
Lo hicieron por «patriotismo», para confirmar la
teoría del «enemigo interior» que, formulada inicialmente por el
presidente T. Roosevelt y mantenida por sus inmediatos sucesores,
tendría su máximo apogeo durante el maccarthismo.
El jurado popular estuvo en idéntica sintonía. De
hecho, según todos los testimonios, el jurado se decidió por el
veredicto de culpabilidad tras escuchar a Nicola Sacco criticar el
«patriotismo» y declararse favorable al derrocamiento del capitalismo.
No recuerdo exactamente qué autoridad -creo que el
gobernador del Estado de Massachussets- dijo en una conversación
particular, evocada más tarde por su interlocutor: «No sé si ese par de
italianos anarquistas cometieron o no el crimen por el que han sido
condenados. Lo que sé es que, en todo caso, se merecen la horca».
No hubo, pues, ningún error. El establishment
norteamericano de la época quería castigar de manera ejemplar a los
anarco-sindicalistas, fuertemente organizados, y se sirvió para ello de
Sacco y de Vanzetti, como años antes se había servido del inmigrante
sueco Joseph Hillstrom, conocido por Joe Hill, que también fue ejecutado
por un asesinato que no había cometido. Joe Hill, pionero de la IWW
anarco-sindicalista, es recordado también por sus combativas
composiciones musicales, antecedentes de las protest songs de los 60.
Según fue llevado ante la silla eléctrica encargada
de poner fin a sus días, Nicola Sacco se volvió hacia los testigos y
dijo, más que gritó: «¡Viva la anarquía!».
Han pasado 75 años. No diría yo que el ideal de la
anarquía, tal como Sacco lo concibió, esté demasiado vivo. Sin embargo,
se mantiene sorprendentemente joven su recuerdo y el de su amigo
Vanzetti. Siguen publicándose libros sobre aquel proceso, siguen
realizándose tesis doctorales, continúan filmándose documentales como el
que me refrescó anteayer los datos de la historia. ¿Por qué? Porque,
durante todo el largo calvario que pasaron desde su detención hasta su
ejecución, ambos calaron en el corazón de millones de personas con su
impresionante ejemplo de sencillez, de entereza, de integridad y de
solidaridad.
Demostraron hasta la evidencia su superioridad moral,
en las grandes palabras y en los pequeños gestos (lo último que hizo
Vanzetti antes de morir fue escribir una carta al hijo de Sacco,
pidiéndole que honrara siempre la memoria de su padre).
Las terribles descargas de kilovatios de la silla
eléctrica hicieron aun más vivo y luminoso su ejemplo.
Es verdad lo que dice la canción que Ennio Morricone
escribió para el filme dedicado a relatar su caso: su agonía fue su
triunfo.
Javier Ortiz