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Fotografía: Eduardo Rodríguez Ochoa

El arte de votar

Todos ganan

Eduardo Haro Tecglen

Es difícil votar. Hay que saber por qué, para qué, con quién, contra quién; con arreglo a la clase en que se está, si se sabe cuál es: quiero decir, si se tiene espíritu de clase y no si se cree uno propietario porque esta endeudado con bancos, patronos, sociedades de crédito y familiares, si pueden; por las ideas, si tienen, y, si no se tienen, habrá que buscarlas. Temo que hay personas que están tratando de coordinar todas estas tensiones, y, al final, no saben claramente en qué candidato han de depositarlas; ni siquiera en qué consiste abstenerse. El abstencionista no es una persona en blanco, un cerebro vacío: es alguien que no quiere prestarse a ser un comparsa de unas situaciones ficticias que en España comienzan con la transición misma y sus textos constitucionales, y las órdenes y decretos con los que se ampliaron y definieron constituciones y estatutos. Parece que es todo demasiado complejo: y aun lo es más. Hay que tener en cuenta circunstancias internacionales: la guerra de Irak, Bush, Europa; y la cuestión religiosa, con el Papa obviando esa guerra en Madrid; y la cuestión vasca; y la ceguera del terrorismo y el antiterrorismo Y medir el grado de democracia, sin olvidar el grado cero. Naturalmente, la cuestión obrera, o social; la preocupación o la indiferencia por las catástrofes. No se puede olvidar la inmigración. Pero tampoco podemos olvidar el pasado próximo, y lo que ha sucedido durante él. Ni una cuestión global izquierda / derecha.

Evidentemente, votar por alguien, votar en blanco, no votar, votar de una manera para municipios y de otra para autonomías, hacer ya campaña para las elecciones generales. Votar contra la televisión y sus favoritos pero ¿contra qué televisiones? ¿Contra qué periódicos, contra qué radios? ¿O de acuerdo con cuáles de entre esos medios?

Esta confusión que se arroja sobre los ciudadanos del censo no es casual. Está prefabricada. Forma parte de lo que llamamos el sistema; incluso la presión para que votemos todos, hecha desde la autoridad y desde todos los partidos, contraviene la Constitución que permite la abstención; el voto no es obligatorio, como lo es en otros países; y no digo que en todas las democracias, porque todo régimen se llama a sí mismo democrático, entre otras cosas para que no le bombardeen y le ocupen; y cuando le ocupan, se apresura a organizarse en democracia para que le den algún dinero y le permitan las ventajas que los dominantes se dan a sí mismos.

Podría sacarse la consecuencia de que en esta confusión que impide que uno vote lo que necesita, porque no está seguro de que se lo ofrezca alguien, lo mas práctico es no votar. Pero ante ello se opone la idea de que no se puede permitir que España siga en un totalitarismo clandestino, en una autocracia donde el poder personal toma todas las decisiones. ¿O da lo mismo? En los ámbitos locales es más fácil inclinarse por o contra concejales a los que se conoce; finalmente, se opta por "la buena persona", que quizá no sea la misma cuando tenga el poder.

Parece que la opción más clara de a quién votar o de no votar es una cuestión individual: de su instinto, de sus compañeros, de su familia, de su sentido dentro de esta sociedad, o marginado de ella. Pienso que lo más sano y lo mas conforme con cada uno es no dejar de ser, precisamente, cada uno.

Arriba lucha antifascista

Moncho Alpuente

Todos ganan, nosotros perdemos. Unos cuentan en votos, otros en sillones y escaños, y los que menos cuentan dicen que ganan porque no pierden tanto como pensaban que iban a perder. Muchos de los perdedores que se acercaron a las urnas lo hicieron con la nariz tapada, la única ganancia que pensaban sacar era perder de vista a unos gobernantes tan ineptos como corruptos, cambiar el rostro de sus guardianes. A veces hay que cambiarlo todo para que todo siga igual, decía un personaje del «Gatopardo», la novela de un príncipe siiciliano llevada al cine por un aristócrata de la pantalla, Luchino Visconti. Pero aquí ni siquiera ha cambiado nada, el apocalíptico castigo que los electores iban a propinar al Partido Popular por el desprestigio del «Prestige» y los desastres de la guerra de Irak, se quedaron en un pequeño rapapolvo. Cambalache de votos y cabildeos de pactos, los mercaderes de la política cambian sus cromos y trapichean en las sombras. Para pactar, la ideología es un lastre y los programas una rémora, el pragmatismo hace tiempo que barrió a la ética. Los partidos, los grandes, y en  menor medida los pequeños, para difundir sus consignas y hacer llegar sus propuestas al electorado se entrampan y se hipotecan con bancos y entidades de crédito, se venden y empeñan sus enseres y sus valores en cajas de ahorros y montes de piedad. Las deudas contraídas les convierten en rehenes de sus acreedores y muchas veces en cómplices de maniobras especulativas y chanchullos financieros de alta y baja estofa. Hasta que vengan nuevas fechas electorales, estos políticos zascandiles y sociables, callejeros y amistosos, volverán a encerrarse en sus torres de marfil y acero protegidos por fuerzas mercenarias públicas y privadas para no verles las caras a sus electores que, una vez más, confiaron en sus falsas promesas y en sus brillantes discursos.  Un político, escribió el poeta E.E. Cummings, es un culo con el que todos se sientan menos un hombre. Quede para otro día dilucidar a qué  especie zoológica de apariencia humanoide pertenecen los políticos, quizás sean una mutación regresiva de los camaleones.

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