Barbudos libertarios. Por Juanjo Garfia El durmiente del valle. Por Carles Épocas pasada, que, si no fueron mejores, fueron más dignas. Por Rascón Guerra contra Bavaria. Por Regeneración
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Cine |
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En los límites de la vida |
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Germinal A veces, de tarde en tarde, uno va al cine a ver una película y se encuentra con otra. En unas ocasiones, la sorpresa es agradable. En otras, es la frustración la que termina por dejar un amargo regusto. Un tanto despistado, lo reconozco, me acerqué a ver la que había leído era la segunda película de un salmantino llamado Antonio Hernández. Me guiaba más la curiosidad de ver la casi primeriza obra de un cincuentón, que las referencias que tenía sobre el drama de un anciano que intentaba escaparse de un hospital por no se sabe que extrañas razones. Y la sorpresa surgió. Y fue agradable, se podría decir que, incluso, bastante agradable. En realidad, uno no sabe por qué razón se cataloga de drama a esta bien construida historia. Se me ocurren dos razones: una que se refiera a su estructura teatral, colegida por una mala traducción del término inglés; otra, que se piense que la vida, tal como se vive, no puede ser otra cosa que un penoso camino por el valle de lágrimas bíblico que es esta sociedad. Aunque pienso que, en realidad, quienes catalogan esta película de esta manera utilizan la cuarta acepción, figurada, que recoge el diccionario de la Real Academia Española: "suceso de la vida real, capaz de interesar y conmover vivamente". Porque, en efecto, esa es la máxima virtud del trabajo de Hernández. Su historia, no sólo es capaz de interesar, sino también de conmover. Además, seguramente, para la generación de los años setenta, me atrevería a afirmar, que se sentirán muy atraídos por la imagen que da de París. No tanto el contraste que significa que los españoles, cual dueños de un imperio cualquiera, dispongan de sus propios hoteles, de una conocida cadena, en la mismísima plaza Vendôme, en la que disciplinados empleados franceses atienden en castellano, sino el cariño con la que se retrata el escenario vital no sólo de los protagonistas de la obra, sino de otros muchos miles de conciudadanos arrojados al exilio y la emigración por la dictadura militar que les gobernó durante más de treinta años. Pero lo que hace recomendable En la ciudad sin límites es el núcleo central de su argumento: el deseo del moribundo Fernán Gómez, de reencontrarse con su antiguo compañero de lucha política, auténtico oscuro objeto de deseo, perdido hacía años por la delación de su mujer que veía en él, no sin razón, un temible competidor para mantener el amor de su marido. Así, se juntan vivencias del espectador y del director a través de la historia que nos cuenta. El relato está bien urdido, salvo en algún momento, como el del viaje relámpago a Madrid, muy matizado, con la diferente caracterización de los hijos que acuden al lecho de muerte paterno, y resuelto, con la increíblemente bella escena de su muerte en la estación ferroviaria donde décadas antes ocurrieron los hechos desencadenantes del drama y nunca olvidados. Tan fuerte es la historia que supera la débil interpretación de Leonardo Sbaraglia que se ve barrido por la omnipotente presencia de Fernán Gómez y de otros compañeros de reparto, como Geraldine Chaplin o Ana Fernández. La aparente locura del anciano, presionado por una esposa dispuesta a luchar hasta el final y los intereses económicos, y de otro tipo, de hijos y nueras no es sino el postrero intento de liberar los deseos hasta entonces siempre reprimidos y acariciados en la lectura, y relectura, del libro escrito por su antiguo compañero. La película de Antonio Hernández está llena de sentimientos, de densos diálogos, de complejas relaciones humanas. Realizada de forma pulcra, el mayor reparo que se le puede poner es que, en mi opinión, tarda demasiado en presentar su auténtico meollo sacrificado en el bienintencionado intento de realizar una especie de película policíaca con sorpresa incluida. El camino no iba por ahí, creo, sino por mostrarnos a las claras que se puede vivir hasta el último suspiro. Que nunca es tarde para nada. |
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