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Fotografía: Eduardo Rodríguez Ochoa

Algo huele a podrido en el reino de Dinamarca...

 

 

Redacción

Sólo que Hamlet merodea ahora por España, y la podre que huele procede de estos mismos andurriales. No son pajas ni humo, no. Ya Shakespeare demostró meridianamente que la nariz del dubitante príncipe es certera, y es una garantía de verdad que tan sensible pituitaria nos informe acerca de los vernáculos hedores. Claro que, frente a esto, suenan y más resuenan por doquier las palabras..."nosotros, los demócratas"..."el constitucionalismo exige..."..."la ley, en un estado de derecho..."..."esto no es una república bananera..." y expresiones de ralea semejante, que, en su machacona repetitividad, dan valor a ese dicho del pueblo que reza "dime de lo que alardeas y te diré lo que no eres". Por ejemplo, se procede contra alguien porque ha utilizado "un subterfugio legal", pero ¿qué es un "subterfugio legal"?. ¿Acaso que alguien, para defenderse de una acusación o eludir una imposición judicial se ampare en una ley o norma? Uno está hecho un lío y piensa que, aunque los textos de la "justicia" y la jurisprudencia siempre fueron dechados de piruetas, distingos, alambicamientos, saltos mortales y letras menudas, a partir de ahora, los juristas lo van a tener muy crudo, cuando se vean en el trance de redactar sus códigos y sentencias.

"Democracia es soberanía del pueblo..." suelen rezar las definiciones de los manuales de política. Sin embargo, en esta "democracia" se puede privar a 200.000 ciudadanos del derecho a expresarse en los comicios...: "A ti no te dejo votar, porque tu voto va en contra de lo que yo propongo...y es así, porque, aunque te llames Pedro, en realidad, eres Juan, porque lo digo yo, y así lo hice pasar a una ley".... Lo que está ocurriendo en País Vasco es escandaloso: Si alguien no lo viera así, habría que proponer que esta palabra fuera eliminada del Diccionario de la Lengua, por ser una palabra sin sentido alguno. O sea, que está claro que eso del "estado de derecho" es una pura y simple cuestión de fuerza y de poder. Porque te llamas "tal", habiéndote llamado "cual", te trato como a tal, sea EGIN-GARA, EGUNKARIA-lo que sea, y así sucesivamente. O sea, que no hay remedio, como quiera que te pongas te veo el dengue..., aunque seáis una inmensa mayoría, os sigo viendo el dengue y punto. Ya no se trata aquí de si un medio sí y el otro no. Se trata de programas, de perspectivas políticas. Se trata, por parte gobernante, de imponer por activa o por pasiva o por ambas juntas, un concepto de "nación", y, en este caso, un concepto de "España", que estiman definitivamente acuñado por los levantiscos actuantes del "36", o sea, cuestión de intereses.

Sin embargo, con anterioridad a 1839, el País Vasco gozaba de una soberanía compartida con el Monarca español, y, en un análisis autorizado de la vigente Constitución, se nos dice: "Se pide la restitución de los fueros precedentes a 1839...Por otro lado, lo que en 1839 se dejó a las tres provincias vascongadas es un concierto económico, es decir, un trato especial respecto al resto de España por lo que se refiere al pago de impuestos. Franco, tras la Guerra Civil, deroga ese concierto a Vizcaya y Guipúzcoa, que se han opuesto a su invasión, mientras que lo sigue permitiendo en Álava que ha adherido inmediatamente al alzamiento". Es decir, que se trata de intereses políticos pura y simplemente, y el especial trato actual de favor a Navarra no es ajeno al hecho de que los "requetés" de esa región apoyaron a Franco, y, con el título de tradicionalistas, fueron unidos a la Falange, en abril de 1937 (F.E.T. y de las J.O.N.S.).

El fondo de la contienda pivota sobre algunos aspectos de dos planteamientos antagónicos en política: centralismo y descentralización. Y la apuesta del centralismo ahora es más fuerte aun que la de los Reyes Católicos o los Austrias, incluso que el de los Borbones, pues, aunque éstos trajeron de su Francia un espíritu más férreo de centralización, hasta 1839, por lo que se refiere a País Vasco, no rompieron con una tradición descentralizadora en aquellos parajes, y se ve que fue Franco el que dio la puntilla última a aquella situación a la que mordicus sigue habiendo hoy fiero empeño en seguir manteniendo. Y no se trata, por nuestra parte, de tomar posición entre isabelinos y carlistas como formas políticas. Lo que nos interesa es saber de qué modo se respetaron o no las voluntades de los pueblos. Y, a este respecto, nos viene bien contraponer las opiniones de dos hombres, externamente, muy unidos, pero separados, en lo interno. Me refiero a Marx y Engels, ocupándose de cosas de España, como puede verse en el libro Revolución en España, editado por Ariel, en 1960, y traducido, prologado y anotado por Manuel Sacristán. Recogemos de él algunos párrafos de Carlos Marx, quien, hablando de lo mal que se conocen y se juzgan en Europa las cosas españolas, y en parte las de Turquía, nos dice: "La explicación de esta falacia reside en la sencilla razón de que los historiadores, en vez de descubrir los recursos y la fuerza de esos países en su organización provincial y local, se han limitado a tomar sus materiales de los almanaques de la corte. Los movimientos de aquello que solemos llamar estado han afectado tan escasamente al pueblo español que éste se ha desentendido muy gustosamente de este estanco dominio de alternas pasiones y de intrigas de los guapos de corte, de militares, aventureros y del puñado de sedicentes estadistas, y no han tenido razones importantes para arrepentirse de su indiferencia" (Karl Marx, como corresponsal, en New York Daily Tribune, 21 de julio de 1854). Y sigue hablando de esa fuerza local y popular: "Prevalece en las provincias una saludable anarquía. Se han constituido juntas que actúan en todo el país, dictando decretos en interés de cada localidad, aboliendo la una el monopolio del tabaco, y la otra el gravamen de la sal. Los contrabandistas operan en gran escala y con la mayor eficacia, pues son la única fuerza que nunca se ha desorganizado en España. En Barcelona, las fuerzas militares chocan entre sí o con los obreros. Este anárquico estado de las provincias es de gran utilidad para la causa de la revolución, pues impide que ésta sea ahogada en la capital" (K. Marx, idem, 1 de septiembre de 1854). Y, abundando en esa raigambre autonomista y local, nos dice: "La verdad es que la Constitución de 1812 es una reproducción de los antiguos fueros, pero leídos a la luz de la Revolución Francesa y adaptados a la sociedad moderna. El derecho de resistencia, por ejemplo, es generalmente considerado como una de las más audaces innovaciones de la Constitución jacobina de 1793, pero el mismo derecho lo encontramos en los antiguos fueros de Sobrarbe, donde recibe el nombre de Privilegio de la Unión" (K. Marx, idem, 24 de noviembre de 1854). Y continúa aún: "Hasta qué punto los reyes españoles temían los antiguos fueros, queda ilustrado por el hecho de que, al hacerse necesaria una nueva recopilación de las leyes españolas, una ordenanza real dispuso, en 1805, que se eliminaran de la colección todos los restos de feudalismo contenidos en la anterior, propios de una época en que la debilidad de la monarquía obligaba a los reyes a entrar con sus vasallos en compromisos atentatorios al poder soberano" (K. Marx, ibidem).

Al final de la obra citada, Revolución en España, se presenta el texto de Friedrich Engels, Los Bakuninistas en acción, publicado en Der Volkstaat, a propósito del comportamiento de la AIT durante la sublevación cantonalista española del verano de 1873, y se echa de ver, en ellos, la distancia astronómica de sensibilidad revolucionaria que media entre él y Marx. Lo que en éste, en esta obra, era todo comprensión de la causa y modos populares y locales y distanciamiento de las posiciones políticas institucionales, es, en Engels, el planteamiento descarado de un pequeño burgués que aspira y promueve el poder central frente a cualquier instancia de autonomismo popular, con el sobado argumento de lo político como instrumento: "Al proclamarse la República, en febrero de 1873, los aliancistas españoles se encontraron en una situación difícil. España es un país tan atrasado desde el punto de vista industrial que es imposible hablar siquiera en ella de una emancipación inmediata de la clase obrera. Antes de que pueda llegarse a ello, tiene que atravesar España un desarrollo de varios estadios y superar una serie de obstáculos. La República ofrecía la posibilidad de comprimir ese proceso en el lapso de tiempo mínimo posible, así como la de eliminar rápidamente los obstáculos aludidos. Pero esa oportunidad sólo podía aprovecharse mediante la intervención política activa de la clase obrera española" (Rev. en España, p. 225). Engels, a diferencia de Marx, no podía tener ninguna comprensión para el movimiento cantonalista español de 1873-74, por dos motivos, por el prejuicio político estatalista y, mucho menos, en la dimensión obrerista, por su condición de propietario industrial, como puede verse en el siguiente texto, que ningún revolucionario, ni dormido, podría suscribir: "Los trabajadores de Barcelona, la ciudad industrial mayor de España, ciudad cuya historia registra más luchas de barricadas que ninguna otra villa del mundo, se vieron, pues, exhortados a oponerse al poder armado del gobierno, no coherentemente con las armas que estuvieran en sus manos, sino con el abandono general del trabajo, esto es, con una medida que sólo afecta directamente a cada burgués individual, pero no al representante colectivo de toda la burguesía, que es el poder estatal"(Rev en España, pág. 231).

Se nos ocurrió evocar estos viejos textos por lo que puedan tener de actualidad en la más clara comprensión de los vigentes avatares de la lucha obrera, concatenados en su dirección, indisolublemente, con la necesidad de arranque básico local autodeterminadamente federado a otras entidades similares en el irrenunciable proceso de liberación universal. Se nos ocurrió también porque contribuyen, meridianamente, a poner al desnudo la hipocresía de toda clase de centralismos.

Arriba lucha antifascista

 

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