Desde hace
unos años, y especialmente desde el Foro de Porto Alegre, un nuevo (o no
tan nuevo) modelo político para la sociedad civil ha entrado en escena.
Es el modelo de la democracia participativa, que pretende que los
movimientos sociales pongan en la agenda de las sociedades actuales una
dinámica política de carácter democrático que vaya más allá de los
mecanismos formales de representación a través de partidos políticos.
Su propuesta va en la dirección de una mayor intervención de la
ciudadanía en los asuntos públicos (no sólo en las elecciones),
opinando y decidiendo, a través de las asociaciones, en consejos de
participación, audiencias públicas, asambleas, consultas y referéndum,
etc. Se trata de profundizar en la participación, apuntando a una
gestión de los asuntos públicos que pase por las manos de la sociedad
civil.
La idea que más se oye en los
planteamientos de la democracia participativa en cuanto a gestión de la
política es la de la "co-gestión", o gestión a partes iguales
del Estado entre políticos profesionales y movimientos ciudadanos. Se
trata de presionar a la clase política para que ceda poder real a la
gente común, y que ésta pueda intervenir continuamente en las decisiones
que se toman desde los centros de poder. Uno de los casos más difundidos
es el del presupuesto participativo en Porto Alegre (Brasil). En el camino
hacia la co-gestión, se lucha por la creación de consejos de
participación, órganos en los que las organizaciones sociales puedan
opinar ante representantes de la administración para que les tengan en
cuenta, teniendo los consejos un carácter asesor o consultivo, pero sin
capacidad de decisión.
Buena parte de la izquierda del siglo
XXI, y en especial los partidos progresistas que dicen representarla, se
adhieren con pasión a este modelo, al que, debido más a un entusiasmo
doctrinal que a un análisis en profundidad del tema, llaman
"democracia auténtica", "democracia radical",
"democracia directa", etc.
Pero la democracia participativa que
exporta Porto Alegre no es realmente la democracia directa, es sólo eso,
una democracia en la que se participa. Sin entrar en disquisiciones sobre
el concepto de participación, conviene, sin embargo que puntualicemos
algunas cosas obvias que a menudo se ocultan con esta palabra mágica.
Toda política, por definición, se construye sobre la participación. Los
sistemas totalitarios o dictatoriales necesitan de un modo de
participación elemental para sostenerse: el asentimiento o silencio de la
mayoría, y el aliento y la cooperación (el trabajo conjunto) de algunas
minorías (Capital, iglesia, ejército...). Los sistemas de democracia
formal, liberal o burguesa, que padecemos en la actualidad, necesitan
también de otras formas de participación, que son fundamentalmente el
voto, en el plano político, el consumismo y otros modos de adhesión al
capitalismo (pequeña propiedad, colaboración con la economía
especulativa, etc.), en el plano económico. La llamada clase media es el
grupo más representativo en este caso, aunque, para conservarse, la
democracia liberal se sigue apoyando también en el juego económico de la
clase alta y en la fe en este modelo por parte la clase baja, que, en
buena parte, sigue creyendo en las posibilidades de movilidad social que
supuestamente ofrece el capitalismo. En los sistemas comunistas al estilo
soviético, la participación está dirigida y controlada por la
burocracia del partido, y, al igual que en la democracia burguesa, se basa
en la representación de la ciudadanía en los organismos del Estado (el
ejemplo de los "representantes del pueblo" en el Soviet
Supremo).
Así que la participación no es una
cualidad exclusiva de la propuesta de Porto Alegre, sino que existe en
toda dinámica política, pero con distintos niveles y de distintas
formas, respondiendo cada una a una conjunción de intereses
socioeconómicos distinta.
Ni siquiera la propuesta de la
democracia participativa es novedosa: sus planteamientos responden a una
tendencia que existe desde finales del siglo XIX, la socialdemocracia. Se
trata de intentar ampliar la democracia burguesa, de ir modificando sus
aristas más hirientes, llenándola de contenido social; esto es, de
reformar la estructura política del capitalismo. Su propuesta es
reformista (pues pretende una reforma gradual de la sociedad capitalista),
no revolucionaria. La democracia participativa no niega la delegación y
la representatividad de los partidos políticos, simplemente los considera
insuficientes, por eso tiene componendas con este sistema, establece una
negociación en la que accede a reconocer las instituciones formales e
intenta llevar a las instituciones a las asociaciones, sindicatos y ONGs.
En el fondo, este paradigma cree
necesaria la institucionalización de los movimientos sociales, para
democratizar más las instituciones. Pero la pregunta que hay que hacerse
es si realmente está cambiando sustancialmente la política de las
administraciones que cuentan con la participación de los colectivos
ciudadanos, o si por el contrario, esta dinámica está reforzando la
democracia formal, que cambia de collar pero no de perro. Porque hemos de
entender que en el día de hoy los partidos políticos y las llamadas
instituciones democráticas están en un preocupante proceso de
deslegitimación (no hay más que ver cómo suben las abstenciones o los
votos en blancos en las elecciones) que les obliga a buscar nuevos cauces
de re-legitimación, y en este camino les viene muy bien la participación
de las ONGs y las asociaciones para parecer más democráticos. Y esta
operación de maquillaje se consigue muy bien fichando para los partidos a
algunas caras conocidas del mundo asociativo, o bien creando algún
consejillo de participación (económico y social, de la mujer, de medio
ambiente, etc.), o empleando el discurso aquel de que las asociaciones
llegan donde la administración no puede, así que toma esta subvención o
este convenio para tapar este boquete, y así demuestro que soy un
auténtico demócrata que cree en la participación.
Se nos puede argumentar en sentido
contrario diciendo que esos no son los objetivos reales que persigue la
democracia participativa, y que el caso del Presupuesto Participativo de
Porto Alegre es un buen ejemplo de lo que se pretende. Pero lo interesante
es saber si la experiencia brasileña es siquiera aquello que dice ser.
Así, un interesante artículo de Basilio Abramo denuncia que:
El Presupuesto Participativo de Porto
Alegre tiene solamente carácter asesor, no decisorio.
Sólo puede intervenir sobre un
pequeño porcentaje del presupuesto (entre un 10 y un 15% del total).
Está sirviendo para convencer a los
participantes de la necesidad de recortes en el gasto público.
Está recibiendo el reconocimiento
internacional de organismos tan sospechosos como Naciones Unidas y el
Banco Mundial.
Algunas empresas se integran en el
proyecto para ajustar sus planes de expansión (como el caso de la
compañía telefónica CRT)
La administración utiliza estos
órganos de participación para evitar conflictos con la clase obrera,
simulando una participación de los barrios para moderar la
insatisfacción de los sectores populares.
La experiencia no se desarrolla sólo
en municipios gobernados por la izquierda brasileña del Partido de los
Trabajadores (PT), sino también en localidades gobernadas por partidos
de centro – derecha y derecha.
Ciertamente, la experiencia de Porto
Alegre tiene poco de interesante para los movimientos sociales más
transformadores, y su modelo (defendido aquí por gente como Rodríguez
Villasante, Toni Puig, Izquierda Unida, los gobiernos locales de
Marinaleda y Las Cabezas, etc.) lo único que hace es fortalecer la
miseria participativa que nos ofrece el Estado.
La izquierda del siglo XXI no puede caer
en la ingenuidad de compartir con el poder el concepto de participación,
porque éste es aludido hoy por la empresa y la administración "como
abstracto principio de funcionamiento, principalmente porque es rentable
en términos de imagen". La participación se puede convertir en una
trampa para los/las trabajadores/as, como puede observarse en los nuevos
modelos organizativos que se están implantando en el ámbito empresarial,
como el de los círculos de calidad. La propuesta de la llamada Calidad
Total es la de hacer que el/la asalariado/a participe en el proceso de
producción con sus opiniones, aportando su creatividad, teniendo cierta
autonomía en su trabajo, etc., pero nunca se va a permitir que tenga la
propiedad de los medios de producción ni los beneficios. La trampa ya
está hecha: el/la trabajador/a sigue poniendo el lomo para que otro se
enriquezca, pero se siente más feliz que nunca porque trabaja en un sitio
donde la iniciativa y la creatividad se valoran, y por tanto, llega a
sentirse parte de la empresa, su empresa.
Con esta participación controlada, al
igual que con la de la Democracia Participativa, se consigue la
satisfacción con la realidad, especialmente si la gente que entra en este
juego no ha tenido ninguna experiencia previa de participación radical.
¿A qué me refiero con participación
radical?. Pues a la plena capacidad de decisión sobre nuestras vidas,
a aquella participación sin permiso, a la que los estudiosos de los
movimientos sociales llaman "participación por irrupción" (en
contraposición a la participación por invitación), que es la más
típica de los inicios de los movimientos sociales, en la que la gente
sale a la calle a protestar y a construir, al margen y en contra de las
instituciones. Es una "todacipación", porque se va más allá
de la participación (que, a menudo, se queda en tomar la parte y no el
todo), y se basa en la autogestión y la contraposición al poder
político y económico actual.
No comparto la opinión de algunos
analistas de los movimientos sociales que los caracterizan por querer
influir en el Estado para que vaya asumiendo sus postulados; muchos
movimientos no aspiran a la reforma de la política del poder; simplemente
quieren hacer una política distinta. Aquí se sitúan las corrientes
libertarias, de las que tenemos una buena tradición en nuestra tierra,
que cuestionan al Estado mismo como instancia de gestión de la sociedad,
pero también determinados sectores del ecologismo, el pacifismo, el
feminismo, la contracultura, los movimientos indígenas, etc., que
desarrollan prácticas tan distintivas como la acción directa, la
desobediencia civil, la creación de estructuras paralelas, la ocupación
de espacios, etc. Tampoco estoy de acuerdo con la crítica que se hace a
estos colectivos de que son sólo grupos anti – sistema que no
construyen; la construcción de su modelo social es menos visible, pero
están moviéndose en el terreno de la economía alternativa (los clubes
del trueque, por ejemplo), de la educación popular, de la autogestión,
de la autodeterminación... buscando a la vez una alternativa propia y
confrontando éstas con el sistema capitalista.
Porque sólo desde una acción que parta
del conflicto (que no de la violencia), de la necesidad de evidenciar los
conflictos que están ocultos, y hasta de crearlos a veces, sólo desde la
participación que confronte ideológica y organizativamente con los
grupos de poder se pueden cambiar sustancialmente las cosas. La pregunta
tiene que ser nuevamente si queremos la horizontalidad o la delegación en
los líderes, la revolución o la reforma, el asistencialismo o la
autogestión, poner el parche en el muro o tirar la pared.
Esta visión, por supuesto, es utópica,
pero ¿pueden ser transformadores unos movimientos sociales que no crean
en la utopía, en la capacidad de trascender la realidad con la que no
están satisfechos?. Y la utopía está más cerca de lo que creemos,
está en los sin tierra de Brasil, en los cacerolazos y asambleas
populares de Argentina, en las comunidades de Chiapas, y estuvo en la
insurrección popular albanesa del 97, en la huelga de la UNAM, en el Mayo
del 68 francés, en la Revolución anarquista española del 36... Sólo
que la utopía de la "todacipación" no es apenas conocida,
puesto que nos permite soñar viviendo y vivir soñando, y los que mandan
se encargan muy bien de cubrirla de silencio y de olvido, no vaya a ser
que la esperanza corra de boca en boca.