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El corto paseíllo de la cuadrilla de Loach Germinal A pesar de sus películas ácidas, de su militancia política, Ken Loach ha logrado convertirse en un director conocido por el gran público. O, al menos, por un sector que no puede ser tachado de minoritario. Con Tierra y Libertad, muchos jóvenes conocieron que la guerra de sus abuelos no había sido sólo el episodio cainita del que le habían hablado en la escuela. Con Lady Bird, Lady Bird aprendimos que la protección social del estado no es más que un monstruo tan peligroso como los servicios secretos de la Agenda Oculta. La cita casi anual con su película se convertía en un rito de tan obligado cumplimiento como con la de Woody Allen. Además, como últimamente dirigía su mirada a temas aparentemente más lejanos, como el del sindicalismo de los emigrantes en los Estados Unidos o la extinta revolución nicaragüense, periódicos y críticos no le escatimaban espacios y alabanzas. Su dirección de actores, "naturalidad", manejo de las situaciones e intención crítica de sus filmes, se convertían en tópicos recurrentes. Ahora nos ha llegado La cuadrilla. Que ha pasado como una sombra, al menos "en provincias". Como mucho, un par de semanas, en versiones dobladas y en cines periféricos. ¿Por qué? Puede que haya sido producto de una equivocada estrategia comercial o, pensando mal, de una falta de interés en que las desventuras de estos trabajadores ferroviarios ingleses llegaran a más espectadores. Porque esta vez Loach había vuelto su mirada a una cuestión demasiado cercana y actual: las privatizaciones, la precariedad laboral y su terrible secuela de accidentes de trabajo. Parece que no interesa que nos enseñen demasiado algo que todos conocemos pero que, por una razón u otra, la sociedad acepta: que al neo-liberalismo que nos invade y estruja no le preocupan más que los beneficios. Bueno, que aumentar geométricamente los beneficios. Resulta llamativo que mientras que se publican el aumento de las cifras de fallecidos en accidentes laborales, eso sí en una media columna de página par, los mismos periódicos abren secciones lamentándose de que la crisis en la Argentina ha reducido los beneficios de los bancos españoles a un cuarto de sus expectativas. No es que, siquiera, hayan tenido pérdidas, sino que han ganado cuatro veces menos de lo que esperaban. Loach pone de manifiesto, con la claridad que le es habitual, cómo se logran esos espectaculares réditos. Además, la película tiene como escenario unos de los símbolos del progreso de la liberal, capitalista, burguesa e imperial Gran Bretaña: los ferrocarriles. Uno no puede sustraerse, viendo esta película, a la alegoría que subyace en el retrato del desmantelamiento de uno de los sectores más representativos de la revolución industrial y del modo de vida británico. La primera, forjadora del imperio y de la democracia liberal; la segunda, del aburrimiento que, supuestamente, debe acompañar a una vida en las sociedades justas y solidarias. Cómo no acordarse de aquellas películas inglesas en las que el tren se convertía en el protagonista y símbolo de la buena, y exacta, así como puntual era de la sociedad imperial. Loach nos muestra el otro lado. El de quienes ven con asombro que lo que hacían hasta ese momento ya no sirve y que no son sustituidos por otros sistemas, como el vapor reemplazó la tracción de sangre, animal o humana, sino por la competencia entre ellos mismos. Eso sí despojados de los derechos conseguidos en años de luchas y sudores. Situación idéntica en Inglaterra, como en España. La precariedad, la sobreexplotación, la humillación de los trabajadores que acaban no ya con sus puestos de trabajo, con sus condiciones de vida, sino con su propia vida. Al pelo viene la frase, oída hace unos días: no es que haga falta recuperar la memoria, ni siquiera comprender el presente. Lo que hace falta es tener vergüenza. No dejéis pasar esta película. Id a verla y, después, recomendadla. |
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