El eco del silencio: por Patri
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Cine |
Amelie, la magia de lo cotidiano Germinal
T ras el estiaje llegaron las lluvias otoñales. Además, como las temperaturas se han mantenido altas, ha brotado una abundante cosecha de películas en las salas que inundan los centros comerciales de nuestras ciudades. Las hay de todo tipo, espectaculares, de autor, de risa, de llanto, tanto por lo que nos dice, como por lo que vemos. El surtido es variado. Tanto que resulta difícil elegir una. Mis preferencias me llevarían a comentar La maldición del escorpión de Jade, la última de Woody Allen que acude, fiel, a su cita anual con sus admiradores; la necrofilia me inclinarían por Inteligencia Artificial y reflexionar de cómo los testamentos nunca se cumplen cómo quisieran los difuntos. Y hablando de muertos, porqué no hablar de la última floritura vacua del niño prodigio-mimado-adoptado por Hollywood Los otros o de la, mucho más interesante, reflexión sobre el duelo de Nann Moretti en La habitación del hijo. Aunque también pasan por la imaginación de este comentarista que tampoco estaría mal hablar de Moulin Rouge, con su insuperable horterismo, o de Salir del armario y su reflexión sobre lo políticamente correcto. Pero al final, tras mirar un rato a la pantalla del ordenador, y tragarme unos cuantos cientos de reflejos fosforitos, me decido por Amelie.Qué ¿por qué?. Por varias razones. La primera porque me recuerda una serie de películas que hoy no están de moda pero que siempre se ven con agrado y, por lo menos a mí así me lo parece, entronca al cine con la época en que era un espectáculo de barraca que recogía la admiración del espectador que había dejado de sorprenderse por los montajes teatrales de las obras de Julio Verne que tan bien retrata, si mal no recuerdo, Fernando Fernán Gómez en su Puerta del Sol. Es el cine de películas, a las que en alguna otra ocasión he hecho referencia, como La ronda del placer, El fenómeno. Como, en ciertos aspectos, del cine de Patrice Laconte o, sobre todo, de Zazie dans le metro de Louis Malle. Porque entre la pequeña deseosa de conocer París y el metro y Amelie Poulin, hay muchas similitudes. La más importante la magia de la que le han dotado sus creadores. Jean-Pierre Jaunet, que será más recordado por Delicatessen (1991), o incluso La Ciudad de los Niños Perdidos, que por su aventura como nuevo doctor Frankstein de Alien, ha sido capaz de crear un universo mágico. Una especie de cuento en el que los personajes se transforman en arquetipos de nuestra imaginación. Por ello funciona. Incluso, lo que reconozco no ha dejado de sorprenderme, entre un tipo de espectador en principio no habitual en este tipo de cine. De ahí que se haya estrenado en versiones original y doblada y ocupe los primeros puestos de recaudación. Cierto es que es un cuento amable, que despierta nuestro lado bondadoso. Incluso las pequeñas maldades no dejan de ser merecidos castigos, más cercanos a la coacción moral de Kropotkin que a la infame columna legal burguesa. No está mal que sea así. Demasiadas incitaciones a la maldad tenemos cada día. Incluso nos hacen creer que somos lobos para con nuestros convecinos. Cuando, pienso, es todo lo contrario. Vivimos, o sobrevivimos, precisamente por no somos lobos, aunque exista una minoría que lo sea. Como el tendero castigado a levantarse a las cuatro de la mañana, ¿dónde queda la moral capitalista del trabajo?, o a ponerse unas zapatillas de número menor, ¿donde queda también, el sentido del confort burgués?. Pero Amelie, creo, es también una película sobre una ciudad, París, y un barrio, da igual cómo se llame, en este caso Montmartre. No es nostalgia, es necesidad de lo cercano. De no perdernos en esta sociedad de viajes ultrarrápido; de sueños imposibles de romper todos los límites, aunque, como dijo el clásico, más altas torres cayeron; de realidades virtuales. Ninguna nos llena, nos saca de la soledad, como el hada que arregla la tristeza de la portera abandonada, el martirio del aprendiz maltratado, el cuelgue del padre catatónico o el callejón sin salida del hombre de cristal. Un cuento que se ve con mucho agrado, nos hace reflexionar y nos ayuda a ensanchar la mente. ¡Qué más se puede pedir en vísperas del otoño, cuando las hojas y el pelo se caen, y el Imperio está empeñado en demostrarnos que él es el único que manda!. |