En memoria de Julio Anguita Parrondo |
|||
"Cuando he sentido dolor, he gritado, y he gritado en público". Esta frase es de Miguel de Unamuno y la encontré ayer, ya entrada la noche, leyendo unos ensayos breves sobre la religión que tanta mella hacía en el vasco- y me ha de servir como soporte o cayado para sustentar la dolencia que me embarga. Ahora entiendo también la "rabia y el orgullo" expresado a borbotones, cual manantial sin fin, por Oriana Fallaci en su último libro, todo él recubierto de rojo, pues sabe a sangre cuajada, angustia putrefacta, impotencia y asco. Vivimos para vivir, y entre el nacer y el morir solamente hay eso: vida, pues la niñez, juventud, madurez o vejez son una esencia trágica de la propia existencia. Nos lo dijo Arturo Uslar Pietri una tarde en la Alta Florida, en aquella casa de enredaderas, libros a miles y una soledad que aplastaba: "Ni se es joven ni viejo. Se vive". A eso, a vivir con la fuerza de los 30 años, cuando todos los anhelos están en fila y el horizonte es el límite, no llegó Julio Anguita Parrado, el enviado especial del diario El Mundo de Madrid a la guerra de Irak, pues murió ayer en un ataque de misiles al sur de Bagdad. Junto al chaval fallecieron también el reportero del semanario alemán Focus Christian Liebig y dos soldados estadounidenses. Julio se encontraba al sur de la capital iraquí, a unos 15 kilómetros del centro, después de cruzar todo el país junto a la Tercera División de Infantería del Ejército estadounidense desde Kuwait. Había nacido en la Córdoba andaluza, esa ciudad gitana y moruna, en 1971 y era hijo del ex coordinador general de Izquierda Unida Julio Anguita. Actualmente trabajaba como corresponsal del periódico de Pedro J. en Nueva York. Lo conocía. Era alegre, introvertido, rostro de niño, sonrisa contagiante. La última vez que hablamos antes de pisar Manhattan, anhelaba encontrarse un día en plena Quinta o Sexta Avenida con el mismísimo Woody Allen, Gore Vidal o Arthur Miller. Admiraba el periodismo desenvuelto de Tom Wolfe -el hombre vestido de blanco- desde el mismo día en que leyendo La hoguera de las vanidades se encontró con el llamado que le hizo exclamar: "Un día yo viviré ahí", "… vio la isla de Manhattan a su izquierda. Los rascacielos estaban tan apretujados que hasta se notaba su masa, su estupendo peso. ¡Cuántos millones de personas de todo el mundo anhelaban ir a esa isla, entrar en esos rascacielos, caminar por esas calles tan estrechas! Allí estaba la ciudad que en el siglo XX desempeñaba la función de la antigua Roma, de París, de Londres…" Pensó Julio en sueños nostálgicos, y se veía caminando por Brooklyn o Harlem, donde se encendían todos los mitos de la gran ciudad, la estrella más preciada de la urbe moderna, tal como la concibieron los viejos melodramas de Douglas Sirk, a la par que policías, ladrones y los musicales le daba el color fantástico de la noche y el toque hollywoodiense. Él sí era ya un muchacho en Nueva York. Cuando se anunciaron los preparativos de la guerra de Irak, no lo dudó. Pidió acompañar a una columna del grueso del Ejército, y en eso estaba, a unos pocos kilómetros del centro de Bagdad, cuando ese misil traicionero cayó del cielo y lo convirtió en polvo de estrellas. Ya no vendrá a Caracas como me había prometido. Tenía una idea idílica de Isla Margarita y del bajo Orinoco. Amaba la aventura. Era joven, demasiado, y la Parca, celosa, lo llamó para amamantarlo en su regazo. Rafael del Naranco (Director de el Diario El Mundo de Venezuela) |