Si los
anarquistas tuvieran un dios, todo sería más fácil, porque se le
podrían enviar hojas de reclamaciones, obligarle a negociar con la
representación de los trabajadores e, incluso, plantarle una huelga
general. Aunque no fuera suyo, si existiera, uno podría darse el
gustazo de negarlo por lo chapucero que le ha salido el mundo y porque
es un dios al que le gustan más los poderosos que los que dicen la
verdad, loco por el dinero, la sangre y la avaricia, un dios, en
definitiva, popular. Pero, claro, los anarquistas no tienen y eso
complica un poco las cosas. Porque echarle la culpa a las circunstancias
está bien, pero resulta frustrante, sobre todo, cuando uno quisiera
entender, y no puede, las extrañas conjunciones de astros, de vientos y
de planetas que determinan el rumbo de las cosas.
Así no hay forma de saber porqué los
hombres que consiguen lanzar su mirada más allá de lo inmediato, son
castigados a olvidar al final de su vida. Como mi padre, que murió sin
recordar nada, apenas ni su nombre, que pasó a ser una sombre
construida con retazos de una memoria traicionera. Imagínense lo que es
perder el nombre, que es nuestra identidad primera y última, no
acordarse de lo que uno ha sido, mirar a lo lejos sin mirar, hacia un
futuro que no existe o hacia un pasado que se borra mientras se camina,
como los pasos que van comiendo el mar en la arena mojada.
Mi padre se murió con 80 años, ni
uno más ni uno menos. Había nacido en la segunda década del siglo en
Burdeos y fue hijo, como tantos otros, de la emigración. Después,
regresó a España y con 17 años luchó en el frente de la Brigada
Mixta durante al guerra civil, que sería el embrión de otra lucha, la
clandestina, durante la dictadura franquista, que le costó una condena
de 30 años, de los cumplió catorce. De lo que sufroó en prisión
hablaba poco, más bien nada, quizá porque el cerebro siempre tiene
mecanismos de defensa diseñados para aislar el dolor y separarlo del
resto de la vida, cuando un consigue rehacerla. Algún relato perdido
conservo de niña: un intento de fuga fallido con otros compañeros
mediante unas sábanas anudadas – a la más vieja usanza – y un
segundo crucial que decidió el fusilamiento o una colosal paliza y
treinta días en una celda de castigo. Al final, lo del fusilamiento se
dejó para mejor ocasión y se optó por la paliza y el aislamiento.
Desde entonces, una constante, la soledad, primero obligada y después
casi querida, la soledad en compañía, muchas horas de estudio, de
escritura en esa soledad del mundo interior construida a base de
paciencia. Muchas veces me he preguntado de dónde sacaba esa fortaleza
un hombre tan pequeño ¿Del intento de supervivencia, de la convicción
profunda por lo que le había llevado a ver el mundo tras las rejas o
por una cabezonería inquebrantable? La verdad es que no lo sé:
probablemente de una mezcla de entre las tres cosas.
Mi padre, Juanito, Juan Gómez, el
hombre de la voz bonita, el sencillo, el tierno, se llevó de la cárcel
la herencia de una confianza mayor, si cabe, en el ser humano, no en los
que lo habían metido allí, ni tan siquiera de los que no habían
tenido nada que ver, pero respaldaban a los opresores con el silencio,
una confianza inmensa en lo que los hombres podrían llegar a ser, por
encima de lo que eran, más allá de su agoísmo y de su debilidad, del
temor y de la cobardía. Mucho más allá, ese amor absoluto y confiado
en el lado brillante y luminosos que tenemos todos y que convive con el
otro, con el de la ira, la mezquindad y la muerte.
Juan fue un hombre, por encima de
todo, también fue una mujer, y un niño y un anciano, al final de su
vida lo fue todo por que el sexo y la edad no son más que cuestión de
forma y de tiempo. Para él valía más lo que tuviera armonía y una
inteligencia para utilizarla.
Su imagen en el mitin de San
Sebastián de los Reyes en marzo de 1977, que abrió la puerta al
surgimiento de la CNT tras la muerte de Franco, es una de las pocas
fotos que conservo en mi cabeza. Ël, vestido con una chaqueta marrón
de espiguilla, casi siempre la misma, porque nunca se preocupó de lo
adecuado del atuendo, y con una cartera negra en las manos que se
olvidaba en todas partes, él, tan despistado para lo prescindible y tan
consciente para lo verdadero, mi padre, el humilde, el digno.
Al alzheimer que borró los
compartimentos estancos de sus recuerdos le guardamos algo de rencor,
bueno, algo no, mucho, porque cuando se jubiló y quiso dedicarse
simplemente a escribir ya no pudo. Laqs fechas y los acontecimientos le
bailaban en la cabeza como en un puzzle malherido y, aunque al principio
no entendía nada, luego lo entendimos todo. No es que le bailaran los
años, es que se le estaban muriendo para siempre en el cerebro, como un
castigo por haber sabido ver lo que otros no vieron. El castigo a los
íntegros de pensamiento y de corazón, el que se guardan en la manga
los de siempre para que los otros de siempre, que están por debajo, no
sean capaces de gritar. Por eso, si los anarquistas tuvieran un dios, le
enviaría una carta de protesta para que la archivara junto a las de
otros miles, los que han sufrido y siguen sufriendo por abrillantar la
sonrisa amarga del mundo. El alzheimer, alineado al lado de los que
tienen el poder, fue la mordaza, el tiro en la nuca que nunca le dieron
y la palabra rota para siempre en su garganta y su razón. Amordazó al
libertario que había vivido desde la libertad y, de paso, también se
llevó algo nuestro, como la memoria heredada o la vacuna contra el
olvido. Al hombre se lo llevó después, al convertirlo en una rancia
fotografía de lo que había sido, enfermo de todo y consumido por el
tiempo. Pero no te preocupes, papá, que ya encontraremos a quien
mandarle la hoja de reclamaciones, y también al que te robó la memoria
para obligarle a devolverte tus recuerdos. Mientras tanto, nos quedan
tus libros que es la memoria impresa, nunca robada, la palabra
encadenada a tu pensamiento, tu razón de ser, tu nombre...