El camino oculto de los Cataros
Las largas sombras del Dios muerto
|
Cine |
Sexo frío Germinal Las películas de Julio Medem siempre las espero con, al menos, curiosidad. Tienen una impronta personal que, independientemente de que gusten más o menos, no dejan indiferentes. Lo peor que puede sucederle a una obra artística. Así me ocurrió con Vacas (1992), Tierra (1995) o Los amantes del Círculo Polar (1999). Películas todas con un sólido guión, una estructura narrativa cinematográfica de cierta complejidad y una fotografía con tintes experimentales. El nexo común era su atractivo resultado, su inquietante ambigüedad. Su última obra, Lucía y el sexo, viene precedida de una más intensa campaña publicitaria que las precedentes. Incluso se ha querido crear un cierto morbo sobre las escenas de sexo. Como si se quisiera huir de esa hoy devaluada etiqueta de "cine de autor" con la que puede identificarse al director donostiarra. Sin embargo, quizás sea la que más frío me ha dejado.Lucía parte de unas historias tan viejas como el mundo: el amor y la relación del autor con su obra. Eso sí, elaborada de forma compleja y con un desarrollo -acentuado por la música de Alberto Iglesias- que recuerda las antiguamente llamadas "películas de suspense". Además, la fotografía de Kiko de la Rica tiene una serie de matices que, no por conocidos, no dejan de ser eficaces. También está pulcramente montada, de forma que facilita la lectura, no tan fácil, de las historias hasta su convergencia final. Es decir, que no falta ninguno de los ingredientes de las anteriores películas de Medem. Entonces, ¿qué es lo que falla?, ¿por qué la historia de amor nos deja indiferente, a pesar -o quizás por ello- de las llamadas secuencias "explícitas"? o ¿por qué nos resulta distante, casi ajeno, el proceso de destrucción del novelista? La respuesta creo que puede estar en la lejanía, o por lo menos así me lo parece, con la que escribe -tanto en el guión como en la misma película- Medem. Un distanciamiento que produce, de un lado, la ya citada frialdad y, de otro, que todo sea previsible. No importa que la historia se enrede como una madeja, que a veces no somos capaces de desovillar inmediatamente, termina por resultar previsible. Casi toda la fila del cine exclamó "¡ahora al autobús y a la isla!", cuando el protagonista sale del coma y toma conciencia de quién es. Menos mal que no cogió el autobús, ni siquiera el tren, sino que es su amigo-agente literario quien lo lleva en su coche. De esta forma se pierde uno de los alicientes, repito que por lo menos para mí, de las películas de este director. No pienso que sea falta de sensibilidad. Medem creo que la tiene. Por lo menos lo demostró ampliamente, con un tema a priori más propenso a perderla, en Los amantes del Círculo Polar. Pero aquí, la artificiosa creatividad, que no por creada puede fluir "natural", se deja ver demasiado. Las costuras literarias, de los propios recursos cinematográficos, aparecen por todos lados. El cuerpo de la interpretativamente manifiestamente mejorable, Paz Vega se convierte en recurso estético, no en objeto que transmite deseo o expresión de "de morir de tanto amor", como dice la publicidad. Aunque es posible que el amor loco del que parece que quiere hablarnos el autor no sea sino un amor de creación intelectual, posiblemente tan válido como el otro, pero que no casa con el torrente de lágrimas que afluyen de nuevo a los ojos de Elena, secos tras la muerte de su hija Luna. Al encenderse las luces de la sala, el regusto que nos queda es agridulce. La historia, los temas que trata, nos interesan, pero hay "algo" que falta. Ese algo que nos seguía a la salida del cine, los días siguientes en las restantes películas de Medem. De todas formas hay una distancia con la mayoría de los últimos estrenos de producciones españolas. Desde la taquillera Torrente 2 hasta Gente Pez que, afortunadamente, está pasando con más pena que gloria, no siquiera la crematística. |
|
|
|