Sobre qué sea el poder se pueden dar definiciones
diversas. Se puede decir, con Lasswell, que es la capacidad de
participar en la toma de decisiones, o, con Weber, que es la
probabilidad de que una orden específica sea obedecida por un grupo
determinado, o, con Parsons, que es la capacidad de actuar en beneficio
de un sistema social en su conjunto, o, finalmente, aquella con la que
nos quedamos, configurada por la sociología revolucionaria desde
Proudhon y Marx en adelante, y que Poulantzas (Pouvoir politique et
classes sociales I, pág. 107) define como "la capacidad de una
clase social de realizar sus intereses objetivos específicos".
Otra cuestión es cómo ese poder de raíz social se distribuye
políticamente las tareas para hacerse eficaz, y aquí es donde cabe
hablar de macropoderes y micropoderes. Los primeros son el legislativo,
el ejecutivo y el judicial, tres poderes distintos y un solo Poder
verdadero, a los que hay que sumar los segundos, configurados como
brazos largos de los primeros y actuantes como gendarme ideológico y
elemento de presión y coacción en el terreno de los particularismos,
y, dentro de ellos, uno, el de la prensa, que no es macropoder a falta
de una institucionalización formal, pero que sí lo es de hecho por su
amplitud, su enorme capacidad de influencia y sus relaciones de
autonomía controlada con el poder central. Es la subestructura que
tiene a su cargo un papel, mutatis mutandis, parecido al de la
Iglesia tradicional, a la que, en razón de la creciente decadencia de
esta última, va sustituyendo con creces como elemento de formación de
masas. Visto así y contando, pues, con el poder mediático, no se
trataría de una trilogía sino de una cuatrilogía, pero el Poder
seguiría siendo uno, el de la clase dominante.
Una conclusión engañosa sería la de creer que se
trataría aquí de cuatro estructuras diferentes que, para no
interdestruirse mutuamente, hubieran decidido definir, acotar campos
respetables de una actuación soberana en cada campo. La unicidad del
Poder es previa a los poderes y queda definida en la Carta Magna o
Constitución, donde se establecen los intereses últimos e
intransgredibles.
Ahora bien, que estos intereses últimos sean comunes
a toda la clase dominante no empece que, siempre dentro de la
dialéctica de lo general y lo particular, se dé un juego de
contradicciones entre individuos o grupos con intereses particulares
subsidiarios de los intereses generales de la clase que regenta el
sistema, una dialéctica privada que no tiene nada que ver con la
dialéctica general que se da entre la clase dominante y la dominada. Y
es aquí donde tenemos que encuadrar el tema que ahora queremos abordar,
el de la lucha por el dominio del poder judicial que se traen los
populares y los socialdemócratas, fenómeno en el que, una vez más,
queda al descubierto la falacia de la democracia formal, donde se nos
vende la imagen de la justicia ciega e igual para todos y en todo. Hay,
desde luego, en ello una tradición, la de los poderosos de todos los
tiempos, quienes, para justificar el paso del estadio de vindicación
del precio de la sangre al de su orden social, necesitaron siempre
racionalizar el mismo, presentándolo como lo equitativo, lo justo, lo
conveniente a todos, y hasta pretendieron hacer aceptar la necesidad de
esta regularización con la regularidad de las leyes divino-naturales. Nómos,
el término con el que los griegos designaban a la ley, viene del verbo némo,
que significa "repartir", "distribuir",
"conceder", "respetar", es decir, algo bueno,
aceptable, equidistante. Y juez era, para los griegos, dikastés, es
decir, el que imparte justicia, díke, palabra de la raíz
indoeuropea deik- que significa "mostrar",
"indicar", "señalar", o sea, lo que muestra lo que
hay, lo que es, lo que debe ser. Si del campo helénico pasamos al
romano, allí la ley es lex, del verbo lego. "coger,
"recoger", "tomar para sí", donde, en relación con
la característica militar de la historia de Roma, uno se siente tentado
de interpretar la tal lex como "derecho de conquista". Y el
juez, aquí, el iudex (de ius y dicere), es el que
dice los derechos, el que los estipula, y, teniendo en cuenta la
mentalidad jurídica romana según la cual el desorden es el que ofrecen
los bienes sin dueño, se entiende que su sentido de la justicia fuera
el de "dar a cada uno lo suyo", pero donde lo suyo de cada uno
fuera primordialmente determinado por el derecho del león, como, en
nombre de la aristocracia, dejó bien sentado Escipión Emiliano,
aniquilador de las personas de Tiberio y Cayo Graco y de su pretensión
de reforma agraria.
Dentro de la historia occidental, fue preciso que, en
el área griega, se llegara, con los sofistas, al siglo V antes de
Cristo, para que se empezara a formular con claridad la diferencia entre
las convenciones legales y las leyes de la naturaleza, con lo que, de
paso, se acababa también con la pretensión del origen divino del poder
y de la ley, aunque todavía en la Edad Media occidental y de la mano de
algunos teólogos hubo quien siguió defendiendo tal origen. Con el
triunfo de las revoluciones burguesas y al desaparecer el régimen de
castas, se mantuvo y amplió el proceso de racionalización de la
justicia, pero, manteniéndose los privilegios y los intereses
apriorísticos de clase, ello obligó a ahondar aun más el abismo
separador entre forma y contenido, lo que forzó al lenguaje a sufrir
nuevos procesos de martirio al profundizar en la necesidad de justificar
lo racional por lo irracional. Y en eso estamos, espectadores de la
cantinela, aplazada a septiembre, de los populo-socialdemócratas sobre
quién debe tener más jueces en su bando.
En realidad y en la situación política actual,
¿cuál es verdaderamente la función de los jueces?
1) En el aspecto jurídico objetivo, aplicar una ley
que les dan hecha y que ya a priori está determinada y constituida para
garantizar unos intereses generales de clase, y, por lo tanto, leyes
injustas de inicio.
2) En los aspectos subjetivos, inclinarse por el
favor de individuos o grupos que, sin contradecir el interés general de
la clase, se mueven en la dialéctica de las internas contradicciones de
los componentes de la misma clase.
No se trata aquí de la honestidad personal de los
jueces, entre los cuales, como en todos los grupos humanos, hay de todo,
desde la figura del insobornable, pasando por el débil, titubeante o
doblegadizo, hasta el más venal por cualquiera de las mercancías en
uso (dinero, joyas, sexo, poder individual, notoriedad etc. etc.). No.
No se trata de eso. Se trata de su función social, enmarcada y
condicionada por estructuras socioeconómicas y políticas.
En ese teatro nos encontramos.