Una larga panorámica recorre los bosques en los que
se va a desarrollar la acción. De repente, unos disparos rompen el
silencio. Así de escueto es el comienzo de la última obra de Montxo
Armendariz. Espléndida síntesis de una película bien construida, con
una espléndida fotografía y unas correctas interpretaciones. Pero, Silencio
Roto es uno de esos casos que, menos que nunca, puede ser vista como
una obra fuera de contexto. No es casual que la estemos viendo en las
pantallas. Forma parte de la ola de interés que últimamente existe,
por los guerrilleros que continuaron la lucha contra Franco tras el fin
de las operaciones militares en 1939.
Aparecen libros y reportajes de prensa, se les
dedican programas de televisión y reciben la atención de ... los
políticos, ahora que quedan pocos, y no suponen ningún problema ni
"social" ni económico para las depauperadas arcas estatales.
Han sido largos años de silencio, juego de palabras con el que también
quiere jugar el título, cuando no de insultos. Bandoleros, asaltantes,
malhechores se les llamó. Aunque para eliminarles hubieran que
movilizar no sólo a la guardia civil, sino también a unidades del
ejército, y ejercer una terrible acción de "tierra quemada"
para privarles de apoyos. Después, el olvido. La famosa transición
pasó sobre ellos como una apisonadora que aplasta todo lo que se
saliera del guión establecido por los albaceas del dictador
desaparecido o en las pizarras de localidades de la periferia parisina.
Había que cerrar, en falso, viejas heridas que
supuraban porque, durante cuarenta años, quienes las habían provocado
se arrogaron el derecho de hurgarlas a su antojo para humillar,
despreciar y reprimir a los vencidos. A quienes vivieron en el miedo
que, en muchos casos, no les ha abandonado nunca. Durante ocho lustros
sólo se escuchó una voz, una versión, que se perdía como un
interminable eco en el silencio del inmenso cementerio que era España.
Poco a poco, con timidez, incluso con vergüenza, se empezó a hablar de
ellos, de los "hombres del monte". Con mucho sigilo y
prevención, por eso de que era un tema "militar". Hasta hoy,
con este "revival", en el que hasta el Congreso de los
Diputados les rehabilita "totalmente". Eso sí después de
que, a petición socialista, no se les reconozca su carácter militar, o
que, los populares eliminasen que la documentación relativa a ellos
pase al Archivo de la Guerra Civil de Salamanca, centro mucho más
accesible y conocido que los que la guardan ahora.
Una totalidad, menos total. Como la película de
Armendariz. Muy digna, muy "objetiva", "muy bien
hecha", pero que es un salto en el vacío. De la propaganda
franquista a la "frialdad" democrática. Ese estado de cosas
en el que la mayoría de los derechos están para no ser ejercidos. De
ahí que Silencio roto no emocione, a pesar de ser una película
de emociones; que adolezca de falta de riego sanguíneo, a pesar de
querer retratar arrebatos. No nos podemos distanciar de los asuntos de
familia sin haberlos resuelto antes. A pesar de lo que digamos, los
muertos cercanos, siempre nos importan más que los lejanos.
En el fondo de todo está seguir cumpliendo los ya
viejos pactos citados. Todavía quedan supervivientes, algunos se
empecinan en no olvidarlos, pero la mayoría de la población tiene ya
el cerebro lo suficientemente vacío para que la acción de Silencio
roto no la reconozca como propia. Otro de los signos distintivos de
las democracias: se puede hablar, incluso pensar, de todo, mientras que
no inoportune; mientras que quede aislado, sin incidencia social. Ya
sabemos que el ciudadano es antes que nada un consumidor, sobre todo, de
imágenes. Sea la banal televisión o, más intelectual, el cine.
Imágenes que no forman parte de nuestra confortable realidad inmediata.
Como los maquis, los guerrilleros. Apenas son sombras que bullen en los
armarios que no nos atrevemos a abrir pensando que las polillas
terminaran por destruirlos.