Contraportada

CONTRA LA FRAGMENTACIÓN

LA MUERTE TIENE UN PRECIO

Eduardo Haro Tecglen

Poco a poco la defensa de igualdad de la mujer va alcanzado niveles parecidos a los de la República. Los movimientos intelectuales –Hildegard—o políticos –Victoria Kent, Clara Campoamor—eran entonces claros y determinantes: por encima de ellos estaba el hecho de que dos mujeres dirigieran los movimientos revolucionarios más fuertes del país: no ha vuelto nunca a suceder nada parecido. Sus puntos de vista eran diferentes: Pasionaria, del Partido Comunista, no deseaba a la mujer en el frente, sino en la retaguardia, organizando un sistema abandonado por los hombres en armas. Federica Montseny, que unificaba la CNT y la FAI, era, al contrario, partidaria de la igualdad de los combatientes y no determinaba funciones específicamente femeninas. Pasionaria era autodidacta, crecida en las minas, testigo implacable de la miseria obrera; Federica estaba formada en un ambiente literario pero dentro de la clase obrera, escritora como sus padres, hasta que dejó las novelas –todas cargadas de sentido—para dedicarse a la acción. Aunque los grupos anarquistas eran muy distintos, desde los que preferían la acción directa hasta los pacifistas que a veces eran santos laicos, había coincidencia en el amor libre, la abolición de la prostitución, el derecho a engendrar. El trabajo de la mujer estaba defendido por los mismos sindicatos que los del hombre: las reivindicaciones feministas pertenecían más bien a una clase media alta y a la dominante, cuyas mujeres aspiraban a realizar carreras universitarias o dirigir empresas. La clase oprimida vio siempre trabajar a la mujer: en el campo, la fábrica o el taller, en el servicio; la aspiración máxima era que la hija de la familia pudiera aprender taquigrafía y mecanografía para ir a una oficina, donde siempre eran miradas con descaro y con desprecio, o como objeto sexual fácil. No se dejaba de advertir la diferencia demoledora de la pequeña secretaria que pasaba de las alfombras y los sillones, de la calefacción y el agua corriente de la oficina a la vivienda mínima y heladas de su familia; lo que se pretendía entonces era que tomase sentido de la clase social y de la urgencia de defenderla de modo que cambiara la vida para hombres y mujeres. Algo se ha conseguido, no todo. Pero la forma política y de clase dominante hoy está consiguiendo la fragmentación de todos: el feminismo actual considera como enemigo al hombre, que se ve atacado o denigrado cuando él mismo está sometido a la explotación; se ha dividido al pueblo en clases de edad, como si la defensa del niño o del anciano no fuera la de todo el grupo social; se ha cortado en autonomías o en idiomas enemistados, en gremios con intereses diversos. Hasta en equipos de fútbol. No va a ser fácil la recomposición de la sociedad rota como una totalidad de individuos, con el carácter distintivo de cada uno, pero con la necesidad de trabajar para la defensa colectiva. Los intelectuales han huido, los sindicatos se han debilitado, los medios de comunicación ahondan en las fragmentaciones, y todo está deliberadamente confundido.

Moncho Alpuente

La muerte, la pena de muerte, tiene un precio en los Estados Unidos, un puñado de dólares, que diría Sergio Leone, un puñado de un millón de dólares , más o menos, los que separa a un sospechosos del montón de un presunto de élite, los que median entre una pobre defensa de oficio y un bufete de carísimos leguleyos.

Al pobre Martínez le empapelaron a base de bien sus compañeras de cama en connivencia con policías corruptos, fiscales ambiciosos, jueces venales, abogados incompetentes y jurados sunisos y respetuosos con la Ley y el Orden, y con sus representantes.

No es casual que la mayoría de los condenados a muerte, que forman, legión en los U.S.A., pertenezcan a las minorías, inmensas minorías étnicas y económicas, negros pobres, hispanos sin recursos, extranjeros sin fortuna y otras gentes de mal vivir.

Si es así como trata a sus presos, Su majestad de Washington no se merecería tener ninguno, podría decirse parafraseando a Oscar Wilde que sufrió de la hospitalidad de las cárceles británicas.

Los candidatos a las elecciones presidenciales estadounidenses, de uno y otro bando, y siempre de la misma banda, inmunes y ajenos a las presiones internacionales, no reniegan de una pena de muerte, que resulta tan popular entre sus súbditos, pero el presidente Bus se desmarca como un auténtico entusiasta de la silla eléctrica, la cámara de gas o la inyección letal, una alternativa indolora, innovadora y científica, casi como una especie de eutanasia activa y profiláctica.

Las atildadas conciencias, malas conciencias, de los europeos se escandalizan cuando constatan que en los corredores de la muerte, siniestras salas de espera en las que aguardan su turno frente al verdugo los reos, son mayoría los deficientes psíquicos que ni siquiera tienen capacidad para defenderse a sí mismos y los marginados que no tienen opción a una defensa de pago. No hay motivo de escándalo, la pena de muerte en los Estados Unidos funciona como un mecanismo bien engrasado y extremadamente eficaz para eliminar de forma radical los desperdicios, los desechos de la sociedad, los residuos sólidos humanos.

Cuando los funcionarios policiales o judiciales falsean pruebas, ignoran coartadas y manipulan los informes para condenar a alguien, lo hacen por razones de eficacia, para elevar el porcentaje de casos resueltos y tranquilizar a la opinión pública de la que dependen sus puestos de trabajo. La verdad y la justicia son factores secundarios, lo que cuenta es que la víctima propiciatoria, elegida para pagar el pato, sea preferiblemente un tipo ajeno a la comunidad de los ciudadanos contribuyentes y votantes, una excrecencia, un cuerpo extraño, una anomalía, una amenaza contra la normalidad y la norma.