Contraportada

Los sucesos de Barcelona

En globo

Eduardo Haro Tecglen

Los sucesos de Barcelona son un episodio de la lucha de clases frecuente desde, por lo menos, la rebelión de Espartaco, cuyos chicos acabaron crucificados por los soldados romanos. Ahora (Gotemburgo, Ottawa, Indonesia) de azul duro, espesos cascos de delantera acristalada y porras largas: hace muchos años, creo cuando Vietnam, los definían como samuráis (Umberto Eco).

La misma pelea por las mismas causas, entonces como ahora bastante ajenas a quienes se manifestaban salvo en un último extremo: el internacionalismo, el enfrentamiento al Imperio. En el otro combate, en el de la semántica, los jefes samuráis se apoderaron del internacionalismo y lo llamaron globalización: lo mismo, sólo que todo lo contrario. Los métodos son siempre los mismos: aquellos en que destacó, entre nosotros, Fraga ('la calle es mía'). Lo denuncian los chicos apaleados de Barcelona: entre dos palabras prefiero la suya. Una manifestación autorizada; dentro de la manifestación pacífica hay unos provocadores policiales que apedrean algo: se desploma a la hora prevista la policía y destroza a la gente con 'causa justificada'. Pasó lo mismo en Gotemburgo. Ha salido de los cuarteles generales y de los pensadores del orden la consigna de que nunca más se produzca este tipo de manifestaciones. De izquierdas.

Lo satisfactorio es que son de izquierdas. Lo mismo da que los llamen 'violentos', que traten de encontrar etarras o terroristas entre ellos. Sustituyendo las palabras superpuestas, hay un acaparamiento de la riqueza y sobre todo en la posesión de los medios tecnificados, y de la mano de obra cada vez más reducida y peor pagada, unas grandes máquinas contables que distribuyen esa riqueza como conviene, llamadas Banco Mundial o Fondo Internacional, unos espectáculos llamados Bolsas, y todo ello se llama globalización; y unas izquierdas que no quieren la división en clases y que arrojan al infierno a los países pobres: con guerras como las que se realizan contra los serbios o los árabes, con fronteras de muerte en Río Grande o en el Estrecho. Aclararlo es necesario: explicar la brutalidad de los gobernadores, los editoriales de los periódicos, las leyes de inmigración, los acuerdos de Schengen, los bloqueos de naciones pobres.

Moncho Alpuente

Sin sonrojo y con enorme desparpajo, los líderes internacionales están dispuestos a cerrar las fronteras de sus respectivos países cuando se vayan a celebrar en ellos reuniones "globalizadoras". El objetivo es defender la globalización frente a los movimientos antiglobalizadores que son los únicos que se movilizan con una estrategia global, desplazándose con facilidad de un país a otro. Defender la globalización negando su principio básico, la libertad de movimientos, es una paradoja más de las que funcionan todos los días en un mundo regido por el despropósito, cuya primera potencia se jacta de defender los derechos humanos en todo el orbe mientras aplica a mansalva la pena de muerte, no indiscriminadamente, sino a los pobres, hispanos, afroamericanos, orientales e inmigrantes que no tenían donde caerse muertos hasta que el Estado les proporcionó una plaza en la lista de espera del corredor de la muerte con gastos pagados. En Estados Unidos los antiabortistas matan a los abortistas en nombre del derecho a la vida y en nombre de la libertad los ciudadanos se pasean por las calles y por los colegios armados hasta los dientes.

En cada satrapía del vasto imperio, el sátrapa local se esmera en aplicar a su escala el modelo global diseñado por los mandarines y los mandamases con mayor o menor entusiasmo. Entre los más entusiastas figura desde luego el presidente Aznar, un sátrapa de tercera regional, que aspira a ascender de categoría por cualquier medio. Ahí tienen, por ejemplo, su animoso y desproporcionado apoyo a la demencial iniciativa del escudo anti-misiles. Tomando al pie de la letra las sugerencias estadounidenses,. Aznar, no ha tenido empacho en proclamar la adhesión de nuestra gloriosa flota, de pocos y malos barcos pero de muchísima honra, al programa, mediante la creación de nuestro propio escudo naval antimisiles, un escudito, un escudete de nada, pero lo que cuenta es la intención.

Con escudo y con lanza si fuera necesario, Aznar quiere hacer méritos de guerra, patética pretensión, entre otras cosas, por la caótica situación que vive el Ministerio de Defensa al que le salen objetores e insumisos entre los profesionales voluntarios que recluta en las Américas. Llega un argentino imbuido de ardor guerrero y una semana después, tras haber conocido por dentro la vida militar española, se declara pacifista y antimilitarista para los restos.

El ministro Trillo, a la vista de los resultados de la experiencia está dispuesto a ir más allá de la profesionalización, dispuesto a privatizar el ejército, tal vez al precio simbólico de una peseta. A ver quién se queda con el chollo.