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Utopía e indiferencia

Juan Lázpita, camarero

 

No hay político más progresista que aquel que se encuentra en plena contienda electoral; hay progresismo en la derecha, en la izquierda, en el centro,... da la sensación de que hasta el mismo Franco, si estuviese vivo, prometería una mayor protección y cuidado del medio ambiente; Félix de la Fuente, en el ciclo, tiene que sentirse terriblemente orgulloso por la labor realizada; por fin, España es consciente, y eso se demuestra en nuestros políticos que, preocupados por las inquietudes y valores del electorado, se encargan de averiguar cuales son y les prometen dar satisfacción, y más y mejor que el oponente, y yo que no me creo nada pues todo me huele a chamusquina; el sano ejercicio del escepticismo es una fuente de grandes y profundas insatisfacciones, y mi amigo Antonio, trabajando setenta horas semanales con un único día de descanso, y sin contrato; claro que a él eso le pasa por haber sido padre tan joven; creo que venía reflejado en un decreto ley, los padres menores de veinticinco años no tienen derechos laborales; aunque ahora que lo pienso, casi todos sus compañeros de trabajo están en la misma situación, y hay muchos que no son padres, y para casi todos eso de los veinticinco años no es sino un mero recuerdo emocionado de tiempos ya pasados.

Es curioso que una ciudad como ésta, que vive del turismo, sea capaz de dar tan variada, excelente y moderna calidad de servicios, pero que lo que es los que ejercen en ese plano profesional estén en unas condiciones que deberían sonarnos a tiempos remotos y generarnos una expresión entre de horror e incredulidad. Mi amigo Antonio, enterado de mis estudios, me pregunta, -¿para qué sirve la filosofía?- y yo con una sonrisa de me has pillado" le contesto, -pues la verdad es que para nada-, -ya me parecía a mi-, me responde. Y es que hace unos años me pregunto, -¿qué es eso de la filosofía- y yo le contesté, -pues es el estudio de lo que nos rodea y de nosotros mismos con la intención de resaltar lo mejor y eliminar lo peor-, claro, yo en aquella época estaba también trabajando sin contrato (la necesidad es que es muy mala), y evidentemente no daba la imagen de resaltar lo mejor, sino que más bien había consentido en descender para participar de lo peor.

Aquel que se inventó aquello de "haz lo que digo y no lo que hago" fue alguien muy cuco con poco sentido de la vergüenza y ninguna calidad moral; yo, que siento una cierta debilidad por la obra del señor Thoreau, estoy con él en eso que tan bien decía, "lo que tengo que hacer es observar, en cualquier circunstancia, que no me presto al mismo mal que condeno", que tan bien decía y tan bien hacía, pues si hay algo de lo que es difícil dudar es de la alta calidad moral del señor Thoreau, aunque mí amigo Antonio probablemente objetaría que el mentado no tenía tres churumbeles y una esposa a la que le sobraba el trabajo con los tres monstruos pero que, lo que era pagarle, nadie le pagaba. Y a mí me gustaría decirle que lo que no es justo no es justo, y que no debiera aceptar un trabajo en el que se niegan a hacerle un contrato, pero pienso que quizás me respondería que si me quedaba yo con los tres niños, y eso no, porque es que son de verdad tres monstruos.

Y son curiosas las cosas, o al menos a mi me lo resultan, porque con veinticuatro años que tiene Antonio lleva ocho trabajando, prácticamente sin vacaciones, unos pocos días entre cambio de trabajo y trabajo; y el no piensa mucho en eso del contrato, él sabe que tiene que llevar dinero a la casa, todos los meses sin excepción, eso no es discutible, y sabe que le gustaría tener un coche enorme y una televisión más o menos del mismo tamaño, y también sabe que pobres, como él, hay muchos, y que el trabajo que el, no acepte porque no lo quieran asegurar es un trabajo que están dispuesto a coger otros cien, y en peores condiciones si es que es posible, y a mí esto me recuerda al cuentecillo del conde Lucanor, de uno que en su miseria descubrió la felicidad al percatarse de que el que iba detrás padecía aun más que él, pero este cuento sí no recuerdo mal tenía un final feliz, y yo, al mío, todavía no se lo he visto, corto de miras que es uno. Y uno, que sabe de estas situaciones por haberlas vivido, y vivirlas, que no por haberlas leído, que para leer ya tengo a Pérez Galdós y a Proust, cuando escucha en labios de otro que la mayoría de los trabajadores que ejercen su profesión sin contrato es para defraudar a la hacienda pública, para cobrar el paro a la vez que el sueldo, pues eso, que me hierve la sangre; creo que Antonio en sus ocho años de vida laboral ha cotizado a la seguridad social un mes, no se yo a que paro tiene derecho este hombre, pero todavía no tiene por qué preocuparse, es joven, ya cotizará. Lo que de verdad no me imagino es a Antonio, con lo bueno que es, amenazando con navaja o pistola al empresario que le ofrece el contrato, para que le de el trabajo sin asegurarle, si después de todo va a resultar que ser empresario en este país es profesión de riesgo, pero de riesgo de dejarse la vida, y encima hay personas que les dicen quejen vez de construirse una piscina en la casa de campo, que paguen la seguridad social de sus trabajadores, hay gente sin corazón y que ni sabe lo que es.

Y todo esto que no es ni mucho menos filosofía, sino pensar un poquito sobre lo que veo y me rodea me viene a mi por lo curioso que me resulta la ebullición de los nuevos valores, morales me refiero; valores universales como ellos solos, a los que indistintamente se adhieren políticos de derechas, izquierdas o centro; y con estos valores surge todo un nuevo plantel de organizaciones que trabajan para su defensa; quien, hoy en día, no colabore con una ONG o al menos le aporte dinero es porque no tiene sentimientos y su cuerpo más que de carne está hecho de piedra. Y en torno a todos estos valores, e incluso como eje central, el valor solidaridad; hoy en día parece que fuéramos capaces de sentir solidaridad así, a secas, sin una causa que sea objeto de ella; es importante la calificación social de solidario, respecto a que ya es menos importante. Y, aunque todos estos nuevos valores me parecen capaces de generar sentimientos y actitudes muy nobles, lo que a mí me preocupa es que da la sensación que el centro de gravedad de nuestra vida ética se ha deslizado peligrosamente hacia ellos.

El futuro sigue existiendo para todo y todos, y la preocupación por él ha de ser general, no sólo parcial. Mi amigo Antonio tiene un perro, y yo y, parece ser, toda la sociedad nos preocupamos por el bienestar del animal, por que tenga una vida feliz y sana, por que esté bien cuidado y tenga los necesarios cuidados veterinarios, y ¿por qué, sí nos preocupamos por el bienestar de su mascota, no nos preocupamos por que Antonio trabaje condiciones que se atengan a la ley? Y yo es que no salgo de mi asombro; en según que claves he de pensar a un hombre o mujer que todos los meses paga religiosamente una cuota con la que ha apadrinado a un niño de Mozambique o de cualquier otro lugar, pero/al encontrarse el trafico de su ciudad cortado porque unos obreros se manifiestan reclamando que no se le prive de sus derechos, se enfurece y hasta se encara con ellos. Yo, a ese hombre o mujer no los comprendo.

Antiguamente, antes de la guerra (la civil, me refiero), existía un tipo de protesta que se llamaba huelga de solidaridad, y consistía en que los hombres y mujeres de una o varias fábricas iban a la huelga, no reclamando ningún tipo de beneficio o ventaja laboral para ellos mismos, sino para que se concediera a los obreros de otra fábrica en huelga los derechos que estos reclamaban, y en una época en que la miseria estaba tan extendida que eso de ponerse en huelga era para pensárselo. Eso, a mí, sí que me parece de verdad solidaridad. Y es algo que me cuesta asimilar, parece que hemos desarrollado la capacidad de sólo sentir preocupación por aquello que, hasta cierto punto, nos es lejano y no está al alcance de nuestra mirada, cubriéndonos con un escudo para protegernos de aquello que nos rodea y nos es próximo (no hay mayor ciego que aquel que no quiere ver). Y ni siquiera esto, no creo que sintamos más que indiferencia por aquello que nos rodea y debería ocupar el lugar principal en nuestras preocupaciones.

¿Por qué está indiferencia? Fue en la disidencia de la utopía donde se fraguó la estructura de la indiferencia. Una meto-siempre obliga a actuar en base a principios rectores, sin utopía, sin principios, nuestra eticidad está huérfana de criterios que la doten de sentido, y por eso puede manifestarse de forma dispar y carente de compromiso; no creo que podamos relegar totalmente al pasado el hecho de que, como humanos/somos seres éticos (al menos por ahora), pero si que nos hemos preparado convenientemente para ejercer nuestra eticidad como un componente más del formalismo social, somos tan éticos como buenos modales demostramos. Y eso es lo que nos permite apadrinar niños africanos y a la vez exigir en nuestras calles mayor presencia policial que nos proteja del otro. Queremos que progresen, que les vaya bien, que sean felices, pero, por favor, allí; aquí, aquello que no es como nosotros, nos da miedo y actuamos en consecuencia, vendiéndoles y vendiéndonos a un estado que cuanto más les controla más nos controla; cuando uno vende su alma al diablo, no debe olvidar que, cuando pasa la época de la gloria y la riqueza, cuando cumple el contrato, ha de pagar, y el precio del diablo es siempre el mismo, el alma. Fujiyama y sus epígonos nos vendieron la idea de que no vamos a conseguir nada mejor de lo que tenemos, y el que a nada aspira vive vegetando en la parálisis de la conciencia. El concepto de utopía viene determinado por su misma etimología, ningún lugar; ningún lugar es, a la vez, cualquier lugar; aquello a que aspiramos lo edificaremos en donde creamos oportuno y en el momento que consideremos, y esto a lo que aspiramos nace de lo que nos rodea y consideramos intolerable como nuestro entorno, a la vez que ejerce de principio crítico de la realidad; es un pronunciado contraste que llena de sentido y contenido nuestro ethos, la morada de nuestras conciencias; en cierto sentido todos buscamos el fin de la historia, el momento en el que el ser sea deber ser, en que vivamos como debiéramos vivir, pero ese momento todavía no ha llegado, al menos no para mí y muchos otros, pues yo no vivo como debiera vivir, sino como quieren que viva, y vivo en un mundo de contrastes tan intolerables que me niego a creer que esto sea lo mejor que la humanidad se pueda ofrecer a si misma.

La desutopización de las conciencias nos ha privado del instrumento ético que nos permite un ejercicio crítico consecuente y la capacidad de sentir asombro. Ya nada nos extraña, no nos sorprende que el discurso político de la izquierda y la derecha sean tan similares, no nos asombra que todos nos ofrezcan lo mismo, pero es lógico puesto que no están ni preparados ni dispuestos para ofrecer algo diferente. El que quiera algo diferente, primero, tendrá que soñarlo; por favor, sueñen.

Arriba lucha antifascista

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