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Fotografía: Eduardo Rodríguez Ochoa

Enterrar de una vez el genocidio franquista

Redacción

 

Somos para morir. Se sabe y no hay que hacer de ello más drama de lo que es, pero la vida pide vida, lo que quiere decir que la muerte debe formar parte de la vida y como tal debemos entenderla. Por otro lado, desde el lado griego, decía Platón en El Banquete que la sucesión de las generaciones puede darnos no ya un equivalente de eternidad, sino la eternidad misma, en la medida en que nosotros podemos tenerla, y añadía que la pasión por la paternidad física es la forma rudimentaria y real de esa aspiración. Cierto, el instinto de paternidad/maternidad es el que nos empuja a multiplicar la vida por pervivirnos, o, al revés, a pervivirnos por multiplicar la vida. Da igual el orden, lo importante es que ello ocurre tanto en el terreno físico como en el moral. Así sería desde el punto de vista de los que vivieron. Ahora, desde el punto de vista de los que viven, y admitiendo, como alguien dijo (Gregorio Morán), Que "somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos" o consintiendo con Xavier Zubiri en que el presente sólo es un futuro adelantado de un pretérito detenido, se ha de concluir que su propia identidad, la de los que viven, la conciencia de lo que son, queda, en muchos modos, cercenada, si esa correlación de sucesividad temporal/vital resulta interrumpida por unas u otras razones. Si, por otro lado, aceptáramos que la biología es a los individuos lo que la historia es a los pueblos, llegaríamos a la conclusión de que la identidad de un determinado presente histórico queda comprometida, si al tiempo sucesor se le veda el conocimiento del tiempo sucedido.

Cosa muy sabida es la trampa que es la historia, sobre todo porque las historias "oficiales", de siempre, han sido, por falsificación u ocultación, las historias de los vencedores de turno, razón por la que comprendemos la posición de los que niegan la historia con la afirmación de que todo el pasado está en el presente y que basta sólo con una disección y análisis correctos de lo que hay, realizados a la luz de la razón. Cierto esto y cierto también que esto es lo fundamental, pero creemos que lo que hay es, entre otras cosas, una situación de intoxicación ideológica profunda y que un constituyente importante del tóxico es la lectura falsificada del pasado, resultando así que, por esas mismas razones, el desmontar pieza a pieza esa lectura fabricada forma parte de la disección y análisis correctos de los que hablamos.

Todo este preámbulo se encamina a cimentar, es decir, a justificar los razonados fundamentos del actual movimiento popular que promueve la investigación y apertura, a lo largo de España entera, de las muchísimas fosas comunes a las que fueron arrojados como despojos los fusilados por el régimen franquista. Siguen siendo innumerables, aunque algunas de ellas estén considerablemente mermadas con relación a su situación original, debido a que, después de 1945, ya acabada la II Gran Guerra, el gobierno de Franco recibió la confidencia de que había, a nivel internacional y en relación con la presión de los aliados por la ayuda de Franco al Eje Roma-Berlín-Tokio, una propuesta, a falta de última decisión, de que la Cruz Roja Internacional investigara las fosas comunes de los fusilados por Franco durante y después de la guerra civil. El resultado de esa confidencia fue que el régimen se dio más que prisa a eliminar algunas de ellas y a aligerar considerablemente otras de las más voluminosas. La enorme cantidad de las mismas hizo imposible el cumplimiento total del empeño y los giros políticos posteriores (la Guerra Fría y el pacto militar con los americanos, fundamentalmente) lo hicieron innecesario. Pero ahí están, abrumadoramente, los hechos, y los hechos tienen su explicación etiológica: La España de 1936 era, sumadas todas las fuerzas revolucionarias y en relación al número de habitantes, la nación del mundo más dispuesta y en mejores condiciones para un cambio social revolucionariamente cualitativo. Franco supo eso desde el primer momento, y, por ello, decidió, también desde el primer momento, aniquilar físicamente a una gran parte de los componentes del campo revolucionario y castrar por el terror la mente de los restantes. Respecto a lo primero, parece aceptarse en la ONU, con relación a España, la cifra de 150.000 fusilados durante y después de la guerra civil, pero la cantidad real pudo, casi con seguridad total, haber doblado ese montante. Por lo que respecta a lo segundo, aquí la realidad superó en muchos enteros todo lo imaginable. En cuanto a brutalidad represiva, el dictador no necesitaba buscar fuera lo que la propia tradición hispánica le ofrecía desde siempre, pero, en cuanto a refinamiento, recibió de la ciencia tudesca servida por Goebbels enseñanzas muy valiosas para los procesos de castración mental de los españoles.

Los asesinatos no fueron puros asesinatos, ni las tropelías, desmanes, vejaciones y abusos fueron puramente tales, sino que tanto lo primero como lo segundo fueron objeto de exhibición programática. No se mató simplemente, se hizo de la muerte un protagonista paseado en procesión macabra por hogares, calles, caminos y rincones. Los fusilados permanecían varios días en cunetas y caminos, porque los muertos, además de cumplir la tarea de su desaparición del mundo de los vivos, debían también servir de ejemplo y escarmiento, de imagen del terror físicamente presente. Y, junto a esto, había que dar, igualmente, suelta a la sinrazón y a la irregularidad de los comportamientos, destinadas a crear inseguridad permanente, incertidumbre y vacilación constante, el no saber a qué atenerse. En Gijón, en el barrio de El Llano, actuaba un guardiacivil de grandes dimensiones físicas llamado Pedro, y al que la gente, sabedora de su facha física y de sus habituales brutalidades, conocía por "Pedrón". A personas de aspecto popular que, pasadas las nueve de la noche, pasaban por la calle, el guardia, mientras hacía la ronda, los llamaba hacia donde él estaba y les preguntaba: "¿Sabes quién soy yo?". El interrogado, vacilando, respondía: "Sí...Don Pedro".El guardia levantaba su poderoso brazo y lanzaba su gran mano contra la cara del infortunado, haciéndolo rodar. "¿Cómo Don Pedro?, ¡Pedrón, hijo de puta!". Y volvía a preguntarle: "¿Sabes ahora quién soy yo?" El interpelado, después de vacilar mucho y como entre dientes, musitaba: "Pedrón". Y el guardia volvía a repetir la acción anterior, haciéndole rodar de nuevo:" ¿Cómo Pedrón, cabrón?, ¡ Pedro, Don Pedro!". Y así una y otra vez con nuevos transeúntes, un día y otro día. La misma escena y otras similares se repetían en todos los barrios de España. No hablemos ya de comisarías y cuartelillos. La misión era sembrar el terror, meter el miedo hasta los tuétanos profundos, hacer que ello pasase al subconsciente de la gente, para que, mecánicamente, se inhibiese no ya de ciertas actitudes, sino hasta de determinados pensamientos que resultaban, así, tabú para la mente. Se trataba de producir en tres cuartas partes del pueblo español un estado permanente de esquizofrenia social que forzara su pasividad. Tales eran los planes de Franco: 50 años así, hasta borrar la memoria histórica inmediata y España volvería a ser lo que fue, y los españoles volverían a recuperar el comportamiento ovejuno al que, salvo esporádicas excepciones, ahogadas, igualmente, en sangre y por procedimientos semejantes, les vinieron sometiendo secularmente los poderes constituidos. ¡Adiós al sueño español de Orwell, de Enzensberger, de Malraux, adiós al homenaje a Cataluña, al corto verano de la anarquía, adiós a la esperanza! No debe, pues, causar extrañeza el que los franquistas actuales sigan impidiendo de forma contumaz a los historiadores el acceso a los archivos de la "Fundación Franco", a pesar de estar financiada con fondos oficiales, pues aquel estado de esquizofrenia aún perdura en muchos aspectos y con otras variantes.

Alguien, mientras, al azar, paseaba, en el verano de 1957, sus cuitas y frustraciones por el cementerio de El Suco, en Gijón, se le ocurrió preguntar al encargado del cementerio por la lápida de la tumba de su padre, muerto en el frente miliciano en 1936, que había sido levantada por los franquistas en 1937. El encargado del cementerio le dijo que lo de la lápida era imposible y que los despojos del muerto habrían sido, seguramente, echados a la fosa común que "estaba allí" y le señaló hacia una parte extrema del cementerio: "Allí estaban. Dieciseismil". El preguntador mostró su extrañeza e inquirió si eran los muertos de los dos bandos, a lo que el responsable del cementerio respondió:"No, no, sólo los muertos republicanos, fusilados después del 21 de octubre de 1937 (fecha de la toma de Gijón por las fuerzas de Franco). Allí estaban, en una fosa muy grande y profunda, distribuidos en capas, como sardinas en lata: capa de muertos, capa de cal viva, una y otra y otra, hasta esa cifra". Rafaela Fernández de Córdova, una mujer de singular valentía, a quien le habían asesinado un hijo echado allí, no paró, organizó una asociación informal de viudas y madres y fue hasta el Papa, para conseguir que se cercase con una cuerda aquel recinto de la fosa que ya había sido levantado parcialmente por los franquistas. Allí hay hoy un pequeño monolito, con cuatro losas en las cuatro direcciones y una breve, única y escueta inscripción: PAX.

Fosas así, más o menos grandes, la hay a miles por toda España. En el Valle de Langreo, en Asturias, hay un famoso pozo llamado "pozu Fumeres" donde los franquistas no sólo arrojaban a los que habían matado, sino también a algunos de los que todavía vivían después de haber pasado por comisarías y cuartelillos, y cuyos gritos y lamentos, desde dentro del pozo, podían ser escuchados por la gente durante horas o incluso durante días. Todo formaba parte de la estrategia descrita más arriba. Pozos como éste también hubo cantidad. Uno famoso fue el de Caudé, junto a Concud, un pueblecito a pocos kilómetros de Teruel. Era un pozo artesiano de 84 metros de profundidad y más de dos metros de diámetro que llegó a contener más de mil muertos, tantos que hubo que abrir zanjas contiguas para seguir albergando a más. Otros lugares siniestros de la criminal represión fueron las plazas de toros. En Badajoz, las columnas africanas del Tercio, Mejala y Regulares encontraron una fuerte resistencia que les impedía seguir su avance hacia Madrid. Franco pidió al presidente portugués, Salazar, que les permitiera pasar por Portugal. Pudieron así rodear la plaza, atacar por la espalda y asaltar Badajoz a sangre y fuego. Recluyeron a diez mil vencidos en la Plaza de toros de donde los fueron asesinando hasta dejarla vacía. El diputado Manso, el 18 de julio de 1936 y a la altura de Valladolid, había salido al paso de la columna de autobuses de mineros y otros obreros asturianos en marcha hacia Madrid, para decirles que debían volver, porque el general Aranda se había sublevado en Oviedo. El diputado Manso, días más tarde, fue rejoneado en la plaza de toros de Valladolid.

El espontáneo movimiento exhumador en pos de la recuperación de la memoria histórica representa uno de los gestos más nobles y dignos que haya emprendido el pueblo en mucho tiempo. Vayamos, con él, a la denuncia directa, en Estrasburgo, La Haya, Ginebra, Alto Comisariado de la Naciones Unidas, donde sea, para que también otros pueblos conozcan nuestra historia, pero lo decisivo es que nuestro propio pueblo la conozca desnuda de disfraces, por que, con ello, sepa encontrar también los derroteros reales de la dignidad y de la lucha. Que nadie pretenda involucrar en esto al Estado, como pretenden los socialistas y otros, porque el Estado es responsable principal en la cosa y sólo haría enmascarar y falsificar situaciones. Quédese el Estado con sus cuartos y deje tranquilos a nuestros muertos, o déjenos a nosotros tranquilos con nuestros muertos. Puesto que también, al parecer, hay clases entre los muertos, quédese Aznar, en buena o mala hora, con los suyos de primera y haga con ellos su política. Nos deje, por favor, a nosotros con nuestros muertos de tercera, aquellos que murieron por defender la libertad sin trabas, la igualdad económica y la justicia social.

La fina y tierna sensibilidad de Gustavo Adolfo Bécquer le hizo exclamar en una de sus Rimas: "¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!". Esa terrible soledad, que es mucho más terrible cuando se procede, por programa, a la aniquilación política de su mismo recuerdo. No estamos dispuestos a consentirlo. Salgamos, valientemente, de ese claustro de amnesia en que Franco nos encerró. Porque es de justicia, y porque, en este caso, luchar por el ayer es luchar por el hoy y por el mañana.

Arriba lucha antifascista

 

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