Los derrumbes gemelos de la globalización
Walden BelloPimienta Negra
Se ha dicho
que en la política y en la guerra la fortuna sonríe a todos demasiado
fugazmente. Después de permitirle saborear por un breve tiempo el éxito de
su campaña en Afganistán, la historia, astuta e inescrutable como siempre,
ha descargado de pronto sobre la administración Bush dos golpes
contundentes: la implosión de Enron y el colapso de la Argentina. Estos
enormes desastres gemelos amenazan con empujar a la élite global a la
crisis de legitimidad que sacudió su hegemonía mundial antes del 11 de
septiembre.
Enron nos recuerda forzosamente que la
retórica del libre mercado es un timo de las multinacionales. Al
neoliberalismo le gusta ocultarse detrás del lenguaje de la eficiencia y
de la ética del mayor bien para el mayor número, pero lo que busca es
reforzar el poder corporativo. A Enron le gusta exaltar las denominadas
virtudes del mercado para explicar sus éxitos, pero en realidad su camino
para convertirse en la séptima multinacional más grande de los EE.UU.
estuvo pavimentado no por el sometimiento a la disciplina impuesta por el
mercado sino por el despliegue estratégico de dinero fresco, y a montones.
Enron compró literalmente su ascenso a la cima, desparramando a su
alrededor centenares de millones de dólares en menos de una década para
crear lo que un hombre de negocios describió en el New York Times como el
«agujero negro» de los mercados de la energía desregulados, en los que sus
artificios financieros podían medrar sin control.
Para asegurarse de que el gobierno
mirara a otro lado y permitiera que el «mercado» siguiera su rumbo, Enron
fue generoso con aquellos deseosos de servirle, y pocos ganaron más
dólares con Enron que George W. Bush, quien recibió unos 623.000 para su
campaña política en Texas y a nivel nacional de su amigo Kenneth Lay,
presidente de la compañía. La profunda imbricación de Bush y varios de sus
lugartenientes clave –el vicepresidente Dick Cheney, el procurador general
John Ashcroft, el delegado de Comercio de los EE.UU. Robert Zoellick, y el
alto consejero económico presidencial Larry Lindsey, por nombrar sólo a
los más prominentes– en la telaraña corporativa de Enron ha hecho
tambalearse la imagen post 11 de septiembre de George W. Bush como
presidente de todos los norteamericanos, para ser devuelto a la evidencia
de que es el principal funcionario ejecutivo de la Norteamérica
corporativa.
El escándalo Enron hace retroceder
directamente a EE.UU. hacia la amarga sozialepolitik de los años noventa,
cuando, como Bush mismo dijo en su discurso inaugural, era como si
«compartiéramos un continente pero no un país». Nos retrotrae al contexto
ideológico de la memorable campaña electoral del 2000, cuando el compañero
de partido de Bush, John McCain, hizo un esfuerzo casi exitoso para
convertirse en el portador del modelo presidencial, al centrarse en un
solo asunto: el de que la financiación masiva de las elecciones por las
corporaciones, que había transformado la democracia de los EE.UU. en una
plutocracia, estaba minando gravemente su legitimidad.
La globalización impulsada por las
multinacionales, siempre lo hemos dicho, es un proceso que está marcado
por la corrupción masiva y subvierte profundamente la democracia. Shell
fue un buen ejemplo en Nigeria. Un gran número de corporaciones y el Banco
Mundial estuvieron comprometidos con la política de Suharto en Indonesia.
Ahora Enron rasga el velo de lo que Wall Street acostumbra llamar la
«Nueva Economía», que colma de recompensas a ruines operadores financieros
como Enron mientras le obliga a pagar los costes al resto del mundo, el no
menor de los cuales es lo que ya se está prefigurando como la peor
depresión mundial desde la década del 30. He aquí la razón por la cual
siempre les hemos advertido a los representantes del Banco Mundial, que
pretendían darnos clases sobre el buen gobierno, que antes que nada tenían
que decirle a Washington que pusiera en orden la casa.
La corrupción corporativa es central en
el sistema político de los EE.UU., y el hecho de que sea legal y asuma la
forma de «financiación de campaña» encauzada a los políticos
experimentados a través de «comités de acción política» no la hace menos
inmoral en cierto modo que el capitalismo mafioso del tipo asiático. En
realidad, la corrupción del tipo Washington es mucho más dañina, porque
las decisiones importantes que son compradas con grandes desembolsos de
dinero en efectivo no sólo tienen consecuencias nacionales sino también
mundiales. Los políticos corruptos del Tercer Mundo deberían ser colgados,
destripados y descuartizados, pero, admitámoslo, las cantidades de dinero
en efectivo y las cuotas de poder que obtienen son bagatelas comparadas
con la escala y el impacto de la compra-venta de influencias existente en
Washington.
Si Enron ilustra la locura de la
desregulación combinada con corrupción, Argentina subraya esta otra faceta
del proyecto globalizador de las multinacionales: la liberalización del
comercio y de los flujos de capital. Con 140.000 millones de dólares de
deuda a las instituciones internacionales, su industria sumida en el caos
y una cifra estimada en más de 2.000 personas que diariamente se hunden
por debajo de la línea de la pobreza, la Argentina se encuentra en un
estado verdaderamente deplorable.
Argentina abolió sus barreras
comerciales con mayor rapidez que la mayoría de los otros países de
América Latina. Liberalizó su cuenta patrimonial más radicalmente. Y en el
más emotivo gesto de fe neoliberal, el gobierno argentino renunció
voluntariamente a cualquier control significativo sobre el impacto interno
de una volátil economía global, vinculando el peso al dólar. La
dolarización, como prometían algunos tecnócratas, estaba exactamente a la
vuelta de la esquina, y cuando eso ocurriera, las últimas vallas entre la
economía local y el mercado mundial desaparecerían y la nación entraría en
el nirvana de una permanente prosperidad.
Ahora bien, todas estas medidas fueron
tomadas, o bien bajo la presión, o bien con la aprobación del Departamento
del Tesoro de los EE.UU. y su vicario, el Fondo Monetario Internacional.
De hecho, después de la crisis financiera asiática, cuando la
liberalización de la cuenta patrimonial fue crecientemente considerada por
la mayoría de los observadores como el malo de la película, Larry Summers,
entonces secretario del Tesoro, exaltó la venta por Argentina de su sector
bancario como un modelo para el mundo en desarrollo: «Hoy, el 50% del
sector bancario, el 70% de los bancos privados argentinos, está controlado
por el extranjero, de un 30% en 1994. El resultado es un mercado más
profundo, más eficiente, e inversores externos con un mayor interés en no
moverse de ahí».
Los tecnócratas argentinos parecían
decididos a superar a sus rivales chilenos en su obediencia al mercado
–algo bien interesante por cierto, en el preciso momento en que los
chilenos estaban empezando a cuestionar su eficacia en el volátil área de
los flujos de capital.
Mientras el dólar incrementaba su valor
a mediados de los año 90, lo mismo sucedía con el peso, haciendo que los
productos argentinos se volvieran no competitivos tanto mundial como
localmente. Levantar barreras arancelarias contra el flujo de
importaciones era contemplado como algo inadecuado. Al endeudarse
fuertemente para proveer de fondos la peligrosa brecha comercial,
Argentina dio vueltas en espiral dentro de la deuda, y cuanto más se
endeudaba, más subían las tasas de interés, en tanto aumentaba la alarma
entre los acreedores por las consecuencias de la desbocada libertad de
mercado de la que se habían beneficiado inicialmente.
El control foráneo del sistema bancario
no servía de ninguna ayuda, contrariamente a lo que sostenía la doctrina
Summers. De hecho, este control favoreció sencillamente la salida de
muchos de los capitales necesarios a través de unos bancos que se volvían
cada vez más renuentes a hacer préstamos tanto al gobierno como a las
empresas locales. Sin ningún crédito, las pequeñas y medianas empresas,
salvo un pequeño número de empresas grandes, tuvieron que cerrar
definitivamente, dejando a miles de personas sin trabajo.
Gorra en mano, Argentina fue a su
mentor, el FMI, en busca de un multimillonario préstamo en dólares para
hacer frente a los 140.000 millones de la deuda externa contraída. El
Fondo se negó, a menos que el gobierno hiciera recortes en los gastos
públicos e impusiera una rígida política monetaria. Como ha observado
Joseph Stiglitz, éste fue precisamente el error que el FMI cometió en Asia
tras la crisis financiera: en lugar de reflacionar la economía, imponer un
programa antiinflacionario que acelera la contracción de la economía.
Parece que el Fondo es institucionalmente –e intencionalmente– incapaz de
aprender de sus propios errores, y la Argentina es una razón más de por
qué debe ser abolido.
Reginald Dale, el columnista doctrinario
del libre mercado en el International Herald Tribune, está preocupado
porque el derrumbe de la Argentina podría tener consecuencias negativas
más allá de este país, la principal de las cuales consiste en la erosión
de la legitimidad del proyecto de globalización y el renacimiento del
populismo, haciendo imposible para la administración Bush llegar a una
conclusión exitosa del proyecto de Washington del Área de Libre Comercio
de las Américas (ALCA).
El movimiento contra la globalización
impulsada por las corporaciones está en condiciones de demostrarle a Dale
y a la mafia de Houston, Washington y Wall Street que tiene razón, y no
sólo en América Latina. Los derrumbes de Enron y de la Argentina son tan
claros en sus causas y tan fáciles de explicar a la gente corriente en
todo el mundo, que proporcionan el asidero perfecto para que el movimiento
pueda recuperar globalmente el impulso que perdió el 11 de septiembre.
Como se dice en Texas: «Que se los coman los buitres».